La sombra del destino
La salita estaba en penumbra, un poco iluminada por la débil luz del día gris y lluvioso que se filtraba a través de la ventana. En ella sonaba el tictac del reloj en la repisa de una cómoda, y ese monótono y constante tintineo confería una dimensión acústica profunda y misteriosa donde podían muy bien volar y perderse los más huidizos pensamientos.
Rebeca estaba en ello: empuñaba una humeante taza de café mientras permanecía sentada y perdida, dolida y perdida. Las lágrimas le corrían en reguero por su joven y blanca piel. Sorbía un largo trago de café mientras sollozaba y su corazón triste latía, mezclándose con la cadencia interminable del reloj de la salita.
¿Qué le pasaba a aquella mujer, en apariencia sana y hermosa?: Que su marido se estaba muriendo. Samuel estaba agonizando por una extraña enfermedad que lo iba consumiendo poco a poco.
Los médicos le habían hecho todo tipo de pruebas, las miles pestes. Nada. No tenía cáncer. Ni tampoco enfermedad alguna conocida; pero algo lo estaba degenerando a marchas forzadas, convirtiéndolo en un cuerpo macilento con un rostro arrugado como una ciruela pasa. Una fútil apariencia de aquél guapo hombre que había sido.
Rebeca se limpió las lágrimas y echó un nuevo trago a su café. La estancia parecía hacerse más pequeña, más dolorosa.
Había conocido a Samuel un año y medio atrás, en una fiesta celebrada por los compañeros del bufete de abogados donde ella trabajaba. Todos la apreciaban muchísimo pues era una mujer valiente e inteligente y, en el terreno profesional, una abogada de lo más eficaz.
Samuel la observaba, le dedicaba la mayoría de sus miradas, eso estaba claro. ¡Aquel hombre tan apuesto había reparado en ella! Y cuando Rebeca le dirigió la suya, enlazada con una débil pero deliciosa sonrisa, él se puso muy nervioso y tuvo un desliz con uno de los camareros, tirándole la bandeja y no sé cuantas cosas más.
Aquel percance había sido de lo más gracioso y eso supuso el inicio de lo que conllevaría a hacerlos marido y mujer poco tiempo después. Y habían sido muy felices hasta que, unos cuatro meses atrás todo empezó… ¡La mierda esa que nadie sabía qué era! ¡Ojalá hubiera estudiado medicina, en vez de estar siempre metida en tantos pleitos! Sin embargo, los mejores médicos lo habían reconocido sin hallar nada… Esa nada que lo iba comiendo con inmensa voracidad hasta que lo convirtiera en un saco de huesos.
La lluvia restallaba contra los cristales de la ventana. El día gris melancólico entró en la estancia y se llevó con él los pensamientos de Rebeca hacia el pasado. Se vio cuando era niña en la enorme casa de campo de sus padres. Allí corría, se divertía, jugaba… Todo estaba envuelto como en una nubecilla lejana de ensueño.
- Rebeca, no te entretengas mucho en el jardín. Cenaremos pronto - le había dicho su madre.
- No, no. Sólo estaré un ratito.
A rebeca le gustaba mucho el inmenso jardín. Le emocionaba perderse por él y jugar con sus amigos imaginarios a que le acompañaran a todas partes mientras se lo pasaban genial. Quizá estos amigos habían nacido del follaje de la madreselva o tal vez de las raíces de los tamarindos. Eran verdes en la imaginación de la chica y olían a tierra húmeda como después de una tormenta.
¡Oh, que delicia tener amigos así!
Siempre iban a su lado, nunca la dejaban sola en algún apuro. Cuando los llamaba aparecían como si fueran los frutos caídos de un árbol frutal. Y bailaban con ella descalzos sobre la fresca hierba, contaban historias divertidas hasta que se les hacía tarde y tenían que marcharse. Pero, sobre todo, se reían juntos o juntos lloraban si había que hacerlo.
Así fue muy feliz hasta que un día sus amigos ya no volvieron más. Entonces se volvió una niña muy triste y huraña y se enfadaba con todos sin motivo aparente. ¡Odiaba aquél maldito jardín!
Quizá había perdido su imaginación… ¿Se estaría haciendo mayor? ¡Dios, no…! No quería hacerse mayor. Tal vez lo que había pasado es que no había registrado detenidamente ese enorme jardín. Era tan grande que, a lo mejor, sus amigos, estaban en otra parte y no podían oírla. Eso era una cosa poco probable, pero debería tenerla en cuenta.
Tal vez sus amigos ya no salieran más de entre las gotas del rocío de las hojas ni compartieran con ella el mágico trinar del ruiseñor en las altas copas de los árboles y el olor de la hierbabuena quedaría en el olvido de los días pasados, como tantas cosas de las que habían vivido juntos.
Un enorme sauce apareció ante ella de improviso, como salido de una aparición. Tenía enorme tronco y una silueta tan extrañamente definida que parecía sacado de un sueño.
Rebeca se asustó, como si le hubiera atrapado un temor surgido del suelo cual una enredadera más del jardín que crecía muy rápido y apretaba demasiado. Sí, se asustó, pero no del sauce en concreto sino de la sombra que había tras él. Una extraña sombra que vivía pegada a su enorme tronco como una sanguijuela, mientras parecía chuparle todos sus fluidos vitales, la poca savia que aún le quedara en las duras venas de su cuerpo.
Jamás hasta aquel día había tenido miedo a nada. Pero desde entonces es lo más temido que conoce, la sombra gris-plateada que gime y sisea tras el árbol y que le produce un temor casi rayano en la paranoia. Parecía acudir a sus más ocultos pensamientos y atollarse en los más limpios y pueriles sueños de niña con la misma fuerza con la que rodeaba al pobre sauce.
Al cabo de un tiempo, un día que jugaba distraídamente en el jardín, sin saber cómo ni porqué, se quedó quieta, pensativa. Los latidos de su alocado corazón le tintineaban en todas las partes de su cuerpo. De repente se dio la vuelta…
Allí estaba, a sólo un paso de su espalda, el sauce y la deslizante y perturbadora sombra, con sus sutilezas y engaños para atraerla.
Rebeca echó a correr como alma que lleva el diablo para casa. Aquella noche casi no pudo dormir pues todas las sombras de la habitación parecían también cobrar vida y abalanzarse hacia su cama. Era horroroso, pero sabía que de esas sombras nada malo podía esperarse. Debía aguantar, ser fuerte y valiente.
- Eres una niña muy guapa, con un gran corazón. Y un día, cuando seas mayor, volverás a ser niña de nuevo…
Rebeca miró a la vieja adivina con estupefacción y no entendió ni remotamente lo que le había querido decir.
Estaban en una feria muy concurrida y, en el fragor de la aglomeración, se separó de su madre y fue a parar después hasta la caseta de una vieja adivina que quedó prendada de la hermosura de la niña. Cuando la pitonisa hubo escudriñado detenidamente el rostro y las manos de la pequeña, le comunicó aquellas palabras que ya nunca se le olvidarían.
Rebeca miró a la ventana, donde colgaba la cortina de lluvia que iba lavando el cristal y también un poco el espíritu atormentado de la mujer. Ahora no lloraba; seguía triste, pero no lloraba.
Dio otro sorbo de café y casi me atrevería a jurar que sonrió tímidamente. “Cuando seas mayor, volverás a ser una niña de nuevo…” Extrañas palabras, pero bonitas por otra parte. Los enigmas también podían encerrar algo hermoso… ¡O por lo menos aparentarlo!
A poco de casarse con Samuel fueron un día hasta la mansión semi-abandonada de sus padres, ya que estos vivían fuera, divorciados y cada uno con una nueva vida rehecha. Rebeca tenía que coger unos apuntes y algunas cosas más que había en la vieja casa desde sus tiempos universitarios, mientras que su marido se fue a dar una vuelta por el jardín. Era una tarde cálida y el sol iría a dormir de un momento a otro tras el horizonte; pero, mientras, bañaba con arreboles de fuego y oro el poniente y también las hojas y las ramas de los altos árboles. Entre los intersticios de la fronda suspiraba la mágica luz de la tarde, mientras jugaba con Samuel a ensombrecerlo o iluminarlo. Rebeca lo veía desde uno de los altos ventanales de la casa. Y también vio cuando él se iba acercando hacia el sauce que tanto miedo le causaba. Le gritó desde la ventana, intentó prevenirle que desistiera de su intención. ¡Maldición! Era como si estuviese hipnotizado.
Bajó de la casa como una exhalación y no corría por el jardín sino parecía volar como una mota de polvo por la infinidad de rayos de sol que ondeaban como bandera de fuego en aquél misterioso jardín.
Pero no pudo detenerlo. En un fugaz instante había desaparecido tras el árbol, y luego pareció caer la noche sobre el mundo. Samuel había ido al lugar en el que moraba la sombra atrapadora, aunque sólo fue un instante, un momento que pareció una eternidad. Luego salió como si nada. Entero. Incluso con cierta alegría reflejada en su rostro.
- No te preocupes, mujer: no ha pasado nada. Simplemente es un viejo sauce, con sus pequeños secretos, nada más. Ya sabes que todos los árboles tienen algún secretito que contar.
Rebeca se había quedado mirándolo, embobada, como si no diera credibilidad a sus ojos.
- ¿Y qué secreto te ha contado este árbol? – le preguntó.
Samuel se quedó pensando un poco, pero no sabía qué decir.
- A mí no me interesa el secreto de ningún árbol, sólo el de éste – volvió a decir ella.
- No…no lo sé. ¡Dios mío…, no lo recuerdo! ¡No recuerdo nada!
Al poco tiempo después, Samuel enfermó misteriosamente y ya nada se pudo hacer hasta llegar a la situación actual. Era como si el maldito sauce tuviera la culpa de…
A Rebeca se le cayó la taza de las manos, derramando el poco café que aún le quedaba sobre la mesa. Y luego se puso en pie, agarrotada por el miedo, con los ojos dilatados y el esbozo de la incredulidad en el rostro.
…lo que le estaba sucediendo a su marido.
Salió corriendo de la salita y fue hasta la habitación. Samuel dormía o permanecía en el subconsciente de la pesadilla que lo había prendado. Mejor así. ¡Ya estaba harta de aquel árbol, de aquélla maldita sombra que era capaz de deslizarse hasta los más limpios sueños y tiznarlos con su ponzoña!
Cogió las llaves de la casa de sus padres y también las del coche y marchó. Sólo la separaban 200 kilómetros de aquel jardín de su infancia y de las cosas que habían crecido en él. Las cosas del pasado, las que sobrevienen en lo más hondo de la memoria.
Allí estaba, quieta, con la alta hierba besando sus pies. El sauce quedaba al fondo y la inquieta sombra tras él. Comenzó a andar despacio y rememorando toda su infancia mientras lo hacía.
Sintió aquí y allá unos ruiditos… Nada.
Allí no había llovido mucho, sólo unas pocas gotas que salpicaban como perlas la verde alfombra y colgaban como diamantes del ramaje de los árboles. Olía a tierra mojada y penetraba ese aroma en la piel de Rebeca como si formara parte del abanico de su dorado recuerdo.
Ahora, como si unas pisadas fueran tras ella…
Por fin se había decidido a averiguar qué demonios había detrás de aquel árbol. Y fuera lo que fuese (el destino que allí le aguardara), iría a averiguarlo.
Se movían las hojas, también sonaban ramitas partidas y brillaban las gotas de lluvia que sus pies pisaban. Y un olor a tierra mojada que venía y marchaba en el aire como un delirante recuerdo.
Rebeca miró atrás y también a los lados, pero no vio a nadie. No había nadie… Sólo parecía estar la sombra. Y, caminando despacio, fue hacia ella, hacia la oscuridad que lo llenó todo.
Al día siguiente Samuel despertó, se levantó de la cama y luego se estuvo aseando. Cuando se miró al espejo vio una cara bastante más envejecida de lo normal en un hombre de su edad, pero tampoco era preocupante y parecía encontrarse estupendamente. Llamó a su mujer sin que lograra respuesta alguna. Eso sí que era raro, que su mujer no estuviera por allí. Entonces se dio cuenta de lo que pasaba: que había estado enfermo y ella le había cuidado. Pero… ¿dónde demonios estaba ahora?
Instintivamente echó un vistazo al colgador de las llaves. ¡Ahí estaba la pista que conducía a Rebeca!
Se vistió todo lo rápido que pudo, aún estaba muy cansado y no podía ser tan raudo como hubiera deseado. Sin embargo, no dejaba de ser casi milagrosa su recuperación. Después pidió un taxi y cuando llegó salió rápidamente de la vivienda.
Olió fuertemente, con todas sus ansias, el aire del campo y le embriagó una sensación de serenidad casi indescriptible. Olía a tierra mojada y era algo delicioso. Samuel recorría el jardín con calma, entreteniéndose a cada paso, como si no supiera verdaderamente qué estaba haciendo. Simplemente pensaba, esperaba…
Aparecieron pronto unos ruiditos como caídos del cielo.
Samuel miró y los vio allí, transparentes, como si fueran de humo o vapor de ensueño. Había un oso grande de peluche, que se movía mucho y hacía carantoñas; un cervatillo, también de peluche, triscaba como loco de alegría de un lado para otro; un pequeño gnomo verde le saludó, quitándose el sombrero. También había una preciosa niña que se acercó a él y le sonreía. Era muy simpática. En realidad, esa niña se parecía…
¡Santo Dios…! ¡Esa niña era Rebeca!
- ¡Hola, Samuel! Mira, los he encontrado… ¡He encontrado a mis adorables amigos! – le dijo la niña.
Samuel los miraba, boquiabierto, como si estuviera viviendo un sueño en el que todo era posible.
Parecía que la advertencia de la adivina venía a cumplirse: “Un día, cuando seas mayor, volverás a ser niña de nuevo.”
- ¡Vayamos a escondernos, amigos! – volvió a decir Rebeca a gritos, emocionada -. Samuel, deberás buscarnos, si quieres jugar.
Y marcharon todos para…para… Bueno, simplemente desaparecieron como por arte de encantamiento.
Samuel se quedó solo. Lloraba. No sabía qué hacer. Miró enfrente, hacia la silueta del misterioso sauce que parecía ocultar todos los secretos del mundo y tras el cual vivía la astuta sombra dorada y gris que latía como si tuviera un oculto corazón.
- ¡Allá voy! ¡Mátame si quieres o transfórmame!
Y se metió en la sombra que moraba tras el árbol. Y todo el mundo, por un momento, resplandeció con los colores húmedos de la tierra mojada y del arco iris que los surcaba.
© J. Francisco Mielgo/13/03/2005