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Categoría: Terror

La suplencia

Nada ni nadie intimidaba a Carlos Marmolejo. Le gustaba alardear de su tendencia a conducirse de acuerdo con sus propias ideas y peculiares impulsos. Una personalidad así era inconveniente en una institución que rechazaba a los iconoclastas. Con todo, una falla administrativa o la idiotez de algún empleado habían permitido que Marmolejo se inscribiera en la licenciatura en derecho.
Su criterio jurídico y sus calificaciones fueron sobresalientes desde el principio. Apenas se esforzaba a la hora de estudiar. Consideraba innecesario invertir horas y luz en la memorización de obras ampulosas; anteponía a esa práctica el gusto por reflexionar en torno al texto de la ley. Alguien se atrevió a llamarlo “codiguero”, y pagó su temeridad con una réplica pública que lo avergonzó permanentemente e incrementó la fama de Marmolejo.
Había, por otra parte, algo paradójico en la relación entre la universidad y su brillante e iconoclasta alumno. Demostrar sabiduría en el arte del derecho es incomparable con hacer lo propio en cuestiones de fe. En efecto, el sitio donde Marmolejo se convertía en leyenda sostenía puntos ideológicos presuntamente afines al catolicismo, aunque en realidad no se trataba sino de posturas radicales que defendía una Orden colmada de sujetos ruines. Ahora bien, Marmolejo se cuidó siempre de retribuir con respeto las opiniones religiosas de otros. No le gustaba debatir sobre teología, no porque fuera incapaz de ello, sino porque estaba seguro de que las discrepancias continuas redundan en enemistades que a veces evolucionan peligrosamente. Con esto se relacionaba el hecho de que Marmolejo pretendiera ganarse una envidiable reputación en la judicatura; se le achacaba un talante injusto, pero él contestaba que la aplicación de la ley no necesariamente honra a la justicia, y que en ocasiones ésta surge de no aplicar aquélla. Los oyentes se quedaban pasmados.
Las autoridades universitarias decidieron ocuparse del caso Marmolejo cuando, después de cinco semestres de vanos intentos, aceptaron que deberían tomar medidas para convertir al ateo a su doctrina. Era preciso impedir que los demás alumnos se adhirieran al liberalismo de su colega. Si algo debía cuidarse en la institución, era que la mayoría del rebaño considerara siempre la posibilidad de sumarse a la Orden, o bien, de apoyarla indefinidamente desde la posición que ocuparan tras el fin de los estudios superiores. Además, la idea de echar al ateo resultaba tan imprudente que no debía ser concebida; era obligatorio conservar a los alumnos de trayectoria ejemplar.
Hubo una junta entre los directivos, algunos profesores y un sacerdote cuyo ceño solía estar fruncido. Se debatió el punto acaloradamente, aunque todos sabían que el consenso sería inevitable. Había que conseguir, de un modo u otro, que Marmolejo cediera a la humildad y aprendiera a moverse con la cabeza gacha y en silencio. No podía aceptarse que siempre se negara a ir a los retiros, que jamás acudiera a la capilla, que se atreviera a pretender a una que otra alumna de cuerpo llamativo. El sacerdote se mantuvo al margen de la discusión durante una hora, acaso para permitir que sus compañeros hablaran hasta desahogarse; no bien notara que el silencio comenzaba a imponerse, dio una fuerte palmada en la mesa y anunció que él diría lo que se debía hacer.
Marmolejo no podía ser calificado de malo. No se dejaba llevar por los convencionalismos. Eso era todo. Fuera de ahí, apenas se metía con los demás y lograba hacer amistades duraderas. Nunca imaginó que la cúpula de la Orden lo pondría en la mira de sus malignos planes; creía que con pagar la colegiatura y destacar en lo académico hacía más que suficiente para que nadie lo molestara. Estimaba que ser un no creyente no era un factor de peligro ni para él ni para otros. Solía abstenerse de interferir en la práctica de las ideas piadosas que tuvieran sus conocidos, entre los que se hallaba su madre. Esta mujer se llamaba Rita y había quedado muy afectada por la muerte de su marido, quien trabajara durante muchos años como defensor público. Había sido un hombre íntegro, muy trabajador y amante de su familia; se encargó de que su hijo se interesara por el derecho y se acostumbrara a tratar bien a su madre. Marmolejo se llevaba bien con doña Rita; le dirigía la palabra y la acompañaba de vez en cuando para beber té y ver televisión. Sin embargo, la madre siempre había querido más.
El mayor defecto de doña Rita eran sus celos. Sólo la muerte de su marido la privó de vigilarlo sin reservas. Ya viuda, se dispuso a no permitir que su hijo violara un presunto pacto de fidelidad que, a su juicio, había existido entre ellos desde que él naciera. Penosamente para ella, Marmolejo no sería una presa fácil; sabía cuáles eran sus intereses y cómo satisfacerlos, y entre ellos no figuraba su madre. En la universidad conoció a Julieta, mocosa de veinte años, mala estudiante pero muy imaginativa en cuestión de placeres. La verborrea de Marmolejo la dominó. Comenzó el noviazgo sin importar lo que doña Rita opinara. La pobre mujer intentó que su hijo pasara más tiempo con ella que con Julieta, pero era comprensible que aquél prefiriera la carne joven a la vieja. Aun así, Marmolejo continuó mostrándole cariño a su madre.
La vida íntima de Marmolejo no pasaría de largo a los conspiradores que prepararon su conversión a la política de la universidad. Había un expediente suyo a la mano, así como suficientes recursos humanos y materiales para que la empresa fuera exitosa. Lo primero que se intentó fue hacerlo cambiar por la vía de la persuasión, de ahí que fuera necesaria una mujer. La elegida fue Mercedes, una fanática que pertenecía a la Orden desde hacía años, aun cuando lo callaba por órdenes de instancias superiores. Para la mayoría del alumnado, Mercedes era sólo una chica reservada, estudiosa y sin hambre sexual. Había tenido algunos pretendientes, quienes sólo obtuvieron sutiles escarmientos académicos. El sacerdote ceñudo habló con Mercedes luego de que se tomaran medidas para quitar a Julieta del camino: con el pretexto de que no servía para el estudio ni tenía interés en sumarse a la Orden, se giraron instrucciones para que reprobara varios exámenes y se le pusieran inasistencias de más. La dieron de baja. Ella impugnó en vano la determinación y, como recompensa a sus constantes visitas a los directivos, se le prohibió reaparecer en la universidad.
Marmolejo abogó por su novia ante diversos profesores y directivos, quienes contestaron con frases ensayadas y fingieron pesadumbre ante la realidad de que no podrían ayudar a Julieta. Tal fue la rabia de Marmolejo, que amenazó con irse. Se decidió entonces que Mercedes lo sedujera de inmediato para disuadirlo. Pero Marmolejo defendería sus convicciones y su honor; nunca había confiado en Mercedes, de modo que le impidió someterlo. La Orden notó entonces que debía aplicar otra estrategia.
La coherencia exige que en este punto se mencione a la Escuela de Medicina. Se creó a instancias del sacerdote ceñudo, quien era médico de profesión y había servido como misionero en Somalia y Liberia. Creó los planes de estudio, eligió a los profesores, contrató el equipo necesario, etcétera. Pero su fin no consistiría sólo en que se formaran colegas; el profesorado contaba con eminencias en diversas disciplinas que en su momento servirían sin rechistar a quien los había apoyado. Una tarde de octubre, el sacerdote citó en su habitación a un cirujano plástico y habló con él durante horas.
La Orden se reunió de nuevo para elegir al protagonista del plan alternativo. Durante el debate se revisaron numerosos expedientes con fotografías y al fin se votó por Calixto Bermúdez, un genuino pobre diablo. Era huérfano de ambos padres y apenas podía pagar las colegiaturas, lo que permitiría darle la oportunidad de seguir estudiando gratuitamente. Por otro lado, era introvertido y religioso, jamás se le había visto detrás de una alumna, ni por error había contravenido el “ideario” de la universidad.
En cuanto a Mercedes, volvió a la carga y se dispuso a entregarse a Marmolejo. Le rogó que la acompañara a una casa que supuestamente pertenecía a sus padres, pero que en realidad era de la Orden, y luego lo condujo hábilmente a la perdición. Marmolejo decía pestes contra la universidad cuando perdió el conocimiento. Había estado bebiendo algo parecido al anís.
Que su hijo no fuera hogareño mantenía a doña Rita al borde de un colapso nervioso. Era solitaria, de por sí, y la única compañía que había aprendido a disfrutar había sido la de su esposo. Ahora quería hacer lo propio con la de Marmolejo. Lo extrañaba de continuo y lo esperaba entre suspiros y sollozos, tirada en el sofá, con la cabeza en un cojín. Esperaba que alguien le tuviera piedad, que la consintiera como su marido lo había hecho tantas veces. Su máxima fantasía era sentir un beso en la mejilla mientras, aparentemente dormida, aguardaba el regreso de su hijo.
Se hallaba una noche tendida de medio lado en el sofá, al amparo de la penumbra y el silencio. Hacía rato que ya no suspiraba. Ahora esperaba un milagro, que su fantasía se convirtiera en realidad. Comenzaba a vencerla el sueño cuando oyó que la puerta principal se abría. Quien entraba procuró no hacer mucho ruido y, tras cerrar a sus espaldas, cuidadosamente se aproximó a la durmiente y le dio un beso. Doña Rita no pudo seguir con la comedia; abrió los ojos al máximo y vio ante sí el rostro de su hijo. Lo besó y, pese a que notó algo extraño, no dudó de lo que había visto o sentido. Estaba feliz. Su hijo le había mostrado verdadero cariño, y seguramente se acostumbraría a ser más comedido con ella. No se equivocaría. Marmolejo sería otro, uno muy distinto del que había descollado en muchas cosas durante los últimos años.
Hoy es un abogado exitoso, que asesora a empresas multimillonarias y se mofa en silencio de la impartición de justicia. Asimismo, acude a la iglesia del brazo de su madre, no toca ni por error a una mujer, da clases en la universidad y es respetado y reverenciado. Asegura que no recuerda a ninguna Julieta y, más aún, niega que alguna vez haya tenido novia.
De Calixto Bermúdez nunca se supo más. De todos modos, nadie lo extraña.

© 2003
Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
  • Media: 5.62
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