Nadie supo nunca porqué. Nadie conoció a esa chica de verdad. Nadie. Ni siquiera ella hubiera sabido describirse a si misma. Tenía un corazón lleno de espinas que no supo arrancar. La vida le tendió la mano boca abajo dejando caer al suelo los sueños que a ella correspondían. Aún aguantó demasiado, más de lo que nadie pudiera imaginar. Vivió entre el rencor y el odio. Entre mentiras y sollozos. Ella aguantó firme, apoyada en la puerta de la locura. Escuchó réplicas e insultos. Buceó en la noche de la pesadilla más cruel. Recibió una enseñanza de odio a la vida y rencor a los puñales.
Esa niña que comenzaba a ser mujer, recibió la bofetada del destino mucho antes de poder portarse ella mal con la vida. Decidió un día, parar ya con esas peleas, esas amarguras y esas lágrimas. Resolvió ir en busca de la sonrisa que el mundo de su entorno le negaba.
Fue entonces, cuando harta de la vida que le había tocado vivir, decidió habitar en el silencio. La noche cayó en sus ojos. Sus párpados pesaban. Un amargo sabor en su boca y por su cuerpo un escalofrío.
El viento golpeaba el cristal de la ventana cuando un pequeño frasco de cristal resbaló de entre sus dedos rompiéndose en mil pedazos al contacto del suelo. Igual que su vida partida nada más nacer. Tenia heladas las manos, la piel pálida y la vista se le había comenzado a nublar. Una lágrima en su rostro. Tal vez, la última perla de dolor.