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La víctima de Drácula

LA VÍCTIMA DE DRÁCULA




1





Transilvania resulta lejana e inaccesible desde la perspectiva misma de su ubicación en el mapa. En un punto de los Cárpatos que, por alguna razón, no deja nunca de inspirar cierta idea de misterio en la persona que lo mira, aquél nombre legendario se pliega fatigosamente sobre una serie de relieves y grandes bosques, con los innegables trazos que dibujan siempre el semblante de un secreto.

Allí se alza, imponente sobre una colina, el castillo del conde Drácula.

Más conocido como “El Empalador”.

Apodo macabro éste que, aun cuando todo el mundo ha llegado a conocer su historia, produce siempre un horror inexpresable entre aquellos que se permiten recordarlo.

Una tarde, al caer el crepúsculo, hallábase el portador de dicho apodo asomado ante una de las ventanas de su castillo que daba al patio frontal, circundado por un grueso muro de piedra y con sus amplias puertas cerradas, frente a las cuales pendía como un pez clavado en el arpón, un hombre desnudo que había sido empalado sobre una astilla de madera.

El conde Drácula llevaba puesto un enorme capote de color negro, que descendía limpiamente desde sus hombros a lo largo de su cuerpo, y su agudo perfil se dibujaba con gran nitidez contra los tenues y rojizos rayos del crepúsculo.

Ocurría esto a fines del siglo XIX, y era un suceso anónimo del que quizá ni siquiera los habitantes de la aldea más cercana tenían conocimiento.

El temible empalador se deleitaba ante la vista de la sangre de su víctima, finos surcos de color escarlata que se esparcían por sus costillas y su espalda, y formaban una intrincada maraña en el cuello y el pecho. Permanecía, en medio de su deleite, con los ojos entornados como fijos en el vacío, fuera de este tiempo y de este mundo, inmersos en un círculo invisible que abarcaba siglos de incontables lapsos de oscuridad que aleteaban como la imagen de un solo sueño en su hueco cerebro. Era la forma como terminaba su eterna muerte y comenzaba su victoria, las noches de su vida real, como aquella que empezaba a descender sobre los bosques que bordeaban el castillo



2



Era una muchacha de unos catorce o quince años; tenía la piel tersa y pálida, ojos azules y un hermoso rostro de óvalo perfecto alrededor del cual descendían finos bucles de cabello dorado.

Acodada sobre una pequeña mesa de estudio situada en un extremo de su cuarto, llena de papeles y libros escolares, y a la luz de una lámpara de neón, leía con fascinación infantil el nombre de un país remoto en la página izquierda de un atlas. Leyó, a lo largo de una cordillera, el nombre casi fantástico que rodeaba sus verdes sinuosidades: “T R A N S I L V A N I A”. Concentrada en la diminuta circunferencia de la lejana región, sintió de repente que una “presencia” extraña también la sentía a ella desde la página de papel, y que una especie de influencia magnética se apoderaba de su cuerpo.

Se estremeció. Quiso gritar al darse cuenta de que experimentaba en esos momentos la sensación agobiante que sólo se tiene en las pesadillas, pero únicamente fue capaz de afirmarse con redoblada fuerza sobre los codos en la mesa sin que pudiera moverse.



3



En un primer momento, el conde Drácula sintió que un delicioso perfume se acercaba sigilosamente hacia él y lo rodeaba.

Le embargó una gran extrañeza. ¿De dónde provenía tan beatífica promesa de sangre pura? Sus sentidos se confundían. Diríase que casi empezó a olfatear alrededor como un oscuro animal en busca de su presa. Pero no conseguía descifrar el enigma... en algún lugar, impreciso, y sin embargo, tan cercano que lo sentía sobre sus hombros, había un magnífico botín que reclamaba sus sedientos colmillos. Se inclinó con una sonrisa diabólica sobre el reborde de la ventana, extendió la mirada por encima de los muros de piedra y del cadáver ensangrentado que tenía delante, y se dispuso a verificar de manera fría y calculadora, como era su costumbre, tan sorprendente misterio.





4



En el mismo instante, la chica dejó caer la mandíbula inferior en un gesto desmayado, con las manos sudorosas temblando sobre la mesa.

¿Qué era lo que le estaba ocurriendo, por Dios? Sabía, tenía plena conciencia de que al otro lado de la puerta había personas que podían venir en su ayuda, en el caso de que gritara.

Pero había un terror intrínseco y paralizante en el silencio de la habitación, en la luz que se desprendía monótona de la lámpara... y, sobre todo, en el verde relieve de aquella región de Europa de la cual no conseguía apartar la vista.



5



Llevaba siglos de estar convencido de que las gentes de aquellos lugares le tenían un terror cerval, y que le prestaban el más bajo de los servilismos. Si aquel tesoro codiciado y desconocido se encontraba cerca, no tenía más que alargar sus garras hacia él, y asegurarse una vez más la victoria.

Pero seguía husmeando infructuosamente con su instinto de vampiro...

¿Dónde estaría esa “presencia” que a cada segundo le resultaba más tentadora? Emitió un agudo chillido mostrando sus afilados colmillos, dominado por la excitación: Todo parecía ser más bien un extraño conjuro que, por el contrario, quería apoderarse de él.

Pero, de pronto, levantó la vista hacia la cúpula del castillo, sí, esta era la sensación que le embargaba: en algún punto del espacio, por encima de él, la pieza de caza que estaba presintiendo lo observaba sin peligro.

“Es como cuando una persona se asoma por encima del borde de un estanque, y mira los diminutos peces que se encuentran abajo”, pensó el conde Drácula.

Y de acuerdo con esta idea, obedeciendo a una especie de sentimiento poético que empezaba a inspirarle el misterioso conjuro, salió fuera de la habitación, trepando por la ventana, y subió por la pared a las almenas del castillo, iluminadas por la luna.

Una vez allí, se dispuso a discernir con todo detalle el perfume del cual ahora se sentía increíblemente cerca.



6



La chica permanecía inclinada sobre el atlas con la misma actitud desmayada. Poco a poco, empezó a tener conciencia de que sus sentidos la abandonaban... ya no era la blanca luz de neón lo que sus ojos veían, ni los objetos que se dibujaban bajo su resplandor: la mesa, los libros, la cama y el tocador recostados en la pared de enfrente, ni siquiera creía encontrarse en esta habitación.

Absurdas y aterradoras formas resbalaban en el espacio de un mundo de opaca luz... y no conseguía verlas con precisión. Sobre todo, sentía como si su cuerpo se deslizase por arriba y por dentro de un bosque infinito, arrullada por el rumor de una brisa tormentosa, y como si a ella misma la transportara a través de aquel vasto universo el batir incansable de unas alas.

No podía, ni física ni sicológicamente, ver nada con claridad. Por un momento, como suele suceder con las pesadillas (su conciencia ya se abandonaba a este pensamiento) se dejó llevar por la circunstancia, y ya no creyó desertar más.





7



“¡Es ella! ¿Es ella? ¿Quién es?” El conde Drácula tembló de emoción. Estaba parado sobre el muro de las almenas, con el cuerpo tensamente erguido y la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados. El aullido de un lobo se dejó oír a lo lejos. Veloces bajo la luna llena, una horda de nubes en miniatura corrió en la dirección donde se había ocultado el sol, arrastradas por un viento de tormenta.

Contra la silueta del conde Drácula los rayos plateados resbalaban por las paredes del castillo: y súbitamente, la silueta extendió los brazos, y el conde Drácula se dispuso a alcanzar a su víctima.

Pero todo fue tan rápido como la caída veloz de un rayo, y en esta ocasión de un rayo de oscuridad. Drácula intentó alzar las manos como si fuera a coger un fruto maduro de un árbol invisible, y su intención se esfumó en el aire.





8



Poniéndole la mano en el hombro, susurró: “Ven, Margareth”. Era su padre. La chica se levantó de un brinco de su asiento y se arrojó a sus brazos, sollozando. Muy extrañado, el padre comenzó a animarla.



9



El conde Drácula se sintió inconsolablemente decepcionado. ¿Cómo era posible que se hubiera entregado a semejante locura? Incapaz, en medio de su furor, de buscarle una explicación al fenómeno, cerró aún más su mente sobre las frías tinieblas que acababan de invadirla. Pero se hizo a sí mismo un terrible desgarrón en su brazo izquierdo con sus afiladas uñas, y se lanzó volando como un ave rapaz sobre los bosques que rodeaban el castillo, y hubo en los alrededores un horroroso estallido de aullidos de lobo, y se alzaron en vuelo desde todos los rincones del sombrío edificio, un increíble número de murciélagos que, sobrepasando el cerco de piedra y el cadáver ensangrentado, acompañaron al conde Drácula más allá de los bosques oscuros.
Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
  • Media: 5.78
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