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La vida (o muerte) del solitario

Vivió tantos años que ahora nadie en el pueblo tiene ya memoria de su edad en el momento de morir. Vivió tanto dolor que nadie pudo contabilizar sus lágrimas. Terminó completamente solo, sin más compañía que Rizo, su fiel mascota, un perro sin raza y sin cola. Vivió tanto, diría, que morir fue un alivio.

Sufrió tanto que reír fue una utopía. Donde quiera que se encuentre, nunca olvidará lo ridículamente largos que resultaron sus últimos años en esta vida. Nunca olvidará lo absurdo de su infancia. Agazapado en el rincón más olvidado de la casa de citas del pueblo, que su madre regentaba. Su padre había desaparecido mucho antes de los primeros suspiros del infante. Siempre recordará las cantidades industriales de labial, carne y lágrimas que enmarcaron los pocos cuadros nítidos que guarda en la memoria de aquellos inciertos días. Su madre nunca fue una madre, no llegó a ser su madre, a pesar de denodados, y agradecidos, esfuerzos y disfuerzos. Sensaciones contrarias, sin duda, su madre besando su frente; mi madre besando a un indio, ebrio de celebración, en las fiestas del pueblo. Las noches de trabajo de su madre, nunca pude dormir tranquilo, madre. Solía salir y sentarme en el viejo banco que había en nuestro pálido jardín. No pudo tener amigos, sabía que, llegados a cierta edad, serían los amantes sin amor de su solitaria madre. La soledad propia no le agobiaba, simplemente necesitaba alguien con quien hablar, madre.

Desarrolló aficiones tan improductivas y marcadas como el juego, la bebida. Nadie podía ganarle jugando un cachito, a pesar de ser el jugador más joven del bar. Cualquier evento o encuentro era excusa suficiente para alejarse de la casa de citas, que cada día que pasaba, le causaba mayor desprecio. El tiempo hacía que se aparte cada vez más de su madre. Figuras fugaces pasaban por sus días, nunca nadie quería quedarse a su lado. Después de largos días de juego, bebidas, risas escandalosas y amigos ocasionales, siempre quedaba él, acompañado de aquella insomne soledad, nadie más.

Los años de agobio iban cargando en sus ojos, ese dolor del que tanto hablaban las niñas del pueblo. Causaba admiración en ellas el hecho de que existiera alguien tan solitario, y, sin embargo, tan satisfecho consigo mismo. En vano intentaban ellas traspasar los infranqueables muros que había construido alrededor de sí, de mí. No necesitaba aquella curiosidad, no necesitaba compasión. Lo que le urgía era llenar sus vacíos días, sus larguísimas horas.

Los años siguieron moldeando su incierta personalidad. Vio tantas dramáticas y horrendas escenas de maltrato, violencia y amor con desamor que se hizo duro para enfrentar el sufrimiento, propio y ajeno. Aprendió a ver a la mujer con ojos indiferentes, sin esa admiración que debían despertar en él, en mí.

Era inicios de Diciembre, el sol calentaba insistentemente el porche de la vieja casa de citas. Domingo. No había muchas personas allí. Estaba sentado hecho un poltrón ocupando la mecedora de su desconocido abuelo. Confortablemente indiferente. Por ahí pasó Violeta, la mulata más antigua al servicio de su madre. Que solía sorprenderlo espiándola cambiarse en sus días de adolescente introvertido. A ella también le inquietaba la actitud del ahora hombre. Sus veinte años la llenaban de dudas, ociosos sueños de verano. Se le acercó y sentóse a su lado. Ella lo miraba, él no la miraba. Notaba su presencia, pero la fatiga le impedía mover la cabeza para observarla. Reconoció su olor de mujer no amada. Pasaron largos minutos de silencio. Violeta lo seguía observando, ahora con una sonrisa. Con curiosidad de amor con desamor. Su vasta experiencia en las lides de aquél tipo de relaciones, la nombraba implícitamente como la llamada a tomar la iniciativa. Lo hizo. La morena y pequeña mano recorrió con rapidez los aún inexplorados confines de su cuerpo, mi cuerpo. Un flagelo golpeó su indiferencia, el roce de la mulata había despertado algo que hasta ese día dormían en él, en mí. La jaló con fuerza del brazo, se levantó con un relámpago y la arrastró al cuarto de limpieza. No hubo palabras. Allí, entre escobas y alfombras exageradamente viejas, hicieron un amor mal hecho, con el mayor desamor posible. Lo marcó para siempre. Violeta despareció unas semanas después. Nunca la volvería a ver.

Se acostumbró a entrar de repente en los cubículos de atención de las servidoras, entraba de golpe, entraba con furia. La venia de su madre le permitía tener a quien quisiera. Se acostumbró al amor con desamor que le proporcionaba la casa de citas. Fue haciéndose hombre, adulto, renegado, en la oscuridad de los labios de las sirvientas del amor. Su afición a la bebida hizo que rompiera sus barreras. Buscaba el refugio carnal a sus olvidos y recuerdos personales en la cama de cualquiera. No era un buen amante, desesperado, apurado, empapado en llanto. Así fueron pasando sus años, sin amor. Aún en las fiestas de los pueblos vecinos buscaba su escape a la realidad, a su maldita realidad.

La muerte de su madre y posterior clausura de la casa de citas le dejaron sin hogar, vivió en las casas de algunas de sus amantes con desamor. Hasta el día que aquél mercachifle le vendió la máquina de escribir, la primera del pueblo. Se hizo escribiente. Alquiló un pequeño dormitorio a dos bloques de la plaza central. Lo convirtió en su nuevo nido de amor con desamor.

Consiguió, gracias al trabajo, una casa en las afueras, de la que nunca más saldría. Habían pasado los años, su cuerpo no era el mismo. No tenía energías, tal vez nunca las tuve. Solía entregarse a escribir cartas de desamor sin destinatario en su ahora vieja máquina. Algunas antiguas sirvientes de su madre le llevaban la comida, una vez al día, se turnaban. La vejez lo renegó más, pasaba semanas, meses sin pronunciar palabra alguna. Los niños del pueblo lanzaban piedrecillas a sus ventanas para ver si seguía vivo, a raíz de las leyendas que circulaban en el pueblo sobre el solitario de las afueras.

La vida le abandonaba, en soledad. Lo sabía. Sus días pasaban iguales, ridículos, innecesarios. Hasta aquél en que el hermoso joven moreno entró sin tocar. El anciano solitario se asustó y cogió una vara de metal preparando su defensa. “¿Quién anda ahí?”. Los pasillos se le hicieron interminables, mientras oía ruido en el estar. Volvió a preguntar. Los meses sin hablar habían debilitado su voz, que no salía clara. Llegó al estar y lo vio. El hermoso joven moreno de ojos caramelo. Se detuvieron, el joven impasible, el anciano pasmado. Se estaban mirando fijamente. “Papá”. Un agudo dolor se apropió de su pecho y lo tumbó. Al despertar se vio, me vi al cuidado del joven, Me habló de la muerte de Violeta, su madre. La mulata de sus mejores desamores. Un nuevo sentimiento se apoderó de él. Ahora entendía los intentos de su madre por serlo, lo entendía al ver al joven a los ojos, su hijo sin nombre. Hablaron por horas, sudaba. Se quedó dormido. Su corazón había latido más fuerte que nunca. Jamás había tenido una razón para vivir, ahora tenía un apara morir tranquilo, se dejó ir. EL joven despertó abrazado a su padre recién conocido, pero ya estaba muerto. No lloró, no era su naturaleza. Llevó a cabo los funerales a los que no asistió nadie y se quedó a vivir en la ciudad. Cada vez que el licor embriagaba sus pensamientos, contaba avergonzado pero animoso la historia del solitario, su padre, el rey del desamor.
Datos del Cuento
  • Categoría: Tradicionales
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1 comentarios. Página 1 de 1
Vet
invitado-Vet 11-12-2003 00:00:00

Me gustó tu cuento :) Tanto que me acaba de inspirar... Sólo una cosa: deberías hacer el canvio de persona de ota manera, porque a veces esos saltos lían al lector. Un abrazo, VET

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