Ella esta sentada en un banco esperando que el tiempo pase o que dejara de pasar. Su belleza comparable con la envidiosa Venus; su sencillez, su dulzura y su ternura casi indescriptible. Sin embargo su rostro refleja la tristeza. Sus lágrimas como intensos torrentes revelan un irremediable sufrimiento. ¿ Habrá sido un amor imposible?
De pronto sus ojos se centran en un lugar; ¿qué es lo que estará observando? Es simplemente un árbol. Lo ve detenidamente y analiza cómo las hojas se desprenden de él por la época del año. Indefectiblemente su mirada va mucho más allá. Acaso ese árbol, ¿no es la vida misma?. Las hojas caen sin un rumbo cierto; y ese trayecto desde el nacer hasta el morir es inevitable. Todos estamos destinados a morir: hoy, mañana, dentro de cincuenta años; ¿qué importa?. Al igual que las hojas nacemos, crecemos y perecemos.
Es esta imagen la que me hace descartar la posibilidad de que la causa de su sufrimiento sea un amor imposible. Pero no voy a olvidar la palabra “amor” porque es tan difícil de encontrarle un sentido o definición concreta. De hecho pienso que su angustia es consecuencia de la pérdida de un amor, pero uno parental.
Sin pensarlo mucho más, me acerco a ella. No eran necesarias las palabras porque ella sabía y sentía que yo estaba allí, como siempre, a su lado. Cierra los ojos y empieza a balbucear. No puedo entender lo que me quiere decir, me desespero. Quiero gritar pero no puedo. Es la primera vez que me pasa; capaz que la desesperación es la que me impide hablar, no lo sé.
Miro a mi alrededor y me desconcierto. Ahora las lágrimas precipitan desde mis ojos. No puedo creerlo. Tan fuerte y poderosa es la muerte que ni siquiera se da cuenta uno cuando deja de vivir.