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Una vez, una viejecita inquieta
sembró mijo en una maceta.
El mijo germinó
y casi hasta el cielo creció:
le llegaba hasta el hombro a la ardilla,
y al ratón, hasta la coronilla.
La viejecita, en su casucha,
gemía: -Estoy ya muy debilucha,
no tengo hoz ni tijeras:
¿qué haré con tamaña enredadera?
La oyó quejarse un vecino,
un amable campesino,
y le dijo: -Mujer, no seas tan dura
y no pierdas la cordura:
ya encontraré yo el remedio.
La vieja perdió un poco el miedo,
y quiso agradecer a su vecino
con un vaso de buen vino
y un plato de carne ahumada
con una rica ensalada.
Sacó un pollo gordo de la nevera,
subió al tejado en un santiamén
y lo colgó de la chimenea
para que se ahumase bien.
Pero de pronto resbaló,
por la campana se precipitó
y en la caldera se hundió.
Cuando llegó el invitado,
la vieja no pudo servir la cena:
era ella misma el guisado
con sal y una pizca…de cayena.
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