Ya era tarde, y después de juntar, ordenar y escribir en su cuaderno contable las entradas, salidas y el monto total de ganancias, don Tobías, se puso a mirar a través de la ventana que no hubiera algún ser que pudiera robarle. Y no era porque llevara dinero, joyas, ni nada de valor, no, don Tobías era un tipo muy temeroso y receloso, desconfiando hasta de su propia sombra. Después de estudiar cuidadosamente cada lugar de la calle, cogió la llave de la puerta, la metió en la chapa y se dispuso a salir, como siempre, rumbo a su pequeño departamento ubicado en una de las zonas más pobre de toda la ciudad.
Mientras viajaba en el bus pensaba si no había olvidado guardar los libros y el dinero bajo el tablón ubicado en el sótano del taller. Lo pensó bien, y recordó que sí lo había hecho como siempre lo hacía por más de sesenta años. Tobías era un tipo callado, solitario y sin familia (eso decía, pero en verdad tenía uno que otro primo que no gustaba visitar; ya lo hemos dicho, era un ser desconfiado…). En su espíritu le poblaba el alma de una promesa hecha a sus padres cuando le dejaron solo en el mundo para irse al otro lado de la vida… “Tobías, no olvides cerrar la puerta con llave, guardar los libros y el dinero bajo el sótano y, no confíes en nada ni nadie…”. Aquellas fueron las últimas palabras que pronunciaron los padres de Tobías, abandonando este mundo con el negocio de compra y venta de antigüedades, y dejando a su único hijo como vigilante. “Cierto, muy cierto…– se decía Tobías –. Padre mío, ya tenemos mucho dinero, pero, mañana tendremos un poquitín mas…”. El viejo judío sonreía cada vez que recordaba el brillo de las monedas de oro y plata, y los números que aumentaba más y más en aquel viejo libro contable de roída tapa negra.
Cualquiera que le mirara no podría imaginar lo que en su pequeño cerebro maquinaba, pero esto era así porque Tobías vestía modestamente, usando los mismos zapatos de siempre, el viejo saco mil veces parchado, y su ajado pantalón gris… “Ahorro, es progreso”, se decía Tobías. Si alguien se fijara en él, jamás podría imaginar que este viejillo conocía a cada persona del barrio en que él laboraba. Estaba informado de las horas de entrada y salida de ellos, de los familiares, del cálculo de la cantidad de dinero que ganaban, de las ropas viejas y nuevas que usaban… En fin, era un tipo anticipado. Si algún personaje nuevo llegase al barrio, aquel día no salía, esperaba hasta el día siguiente para, a horas antes del alba, retornar a su hogar. “Es mejor ser precavido ante lo que no conoces”, se decía. Y al día siguiente iba al mercado del barrio a horas del medio día, la hora del almuerzo, compraba una que otra fruta, y, entre comentarios escuchados de vecinos, se formaba una idea de la familia que conocía al nuevo inquilino… Luego iba a la peluquería, y, entre preguntas y respuestas, se daba una idea del tipo de persona que era el nuevo vecino… “No hay peligro cuando tienes el conocimiento de cada pieza del lugar en que caminas”, se decía.
La vida caminaba normal si no fuera porque una noche, mientras salía de su negocio, puso la llave en la cerradura y esta se quebró en la misma chapa... Por más esfuerzo que hizo, no pudo abrirla. Aceptando su suerte, tuvo que quedarse a dormir en su viejo taller, esto no era algo anormal, como ya les he contado, pero esta vez lo hacía no por recelo sino por accidente, algo imprevisible. Como siempre buscó su viejo sillón, unas frazadas, un almohadón y se dispuso a dormir. Antes de acostarse, tenía la buena costumbre de lavarse los dientes, las manos y rasurarse la cara. “Un accidente es sinónimo de cambios, buenos, usualmente… ¡Sí, claro que sí!”, de dijo enfáticamente don Tobías. Fue entonces en aquella emoción cuando sintió un rasgón en su mejilla al haber presionado la navaja contra su piel delicada, haciéndose una rojiza raya no muy profunda pero si dolorosa. “¡Ay, dios mío, qué tonto he sido!”, gritó… “Y pensar que vas a morir, Tobías…”, se escuchó una voz en la vieja casucha. El judío soltó la navaja y sintió que un aire helado serpenteaba su viejo espinazo… “¡Quién está aquí!, gritó… Después de varios minutos tan solo se escuchaba el gotear del caño en que se lavaba las manos y se afeitaba la cara… Pensando que fuera una alucinación, o un desvarío se encaminó hacia su sillón. Apagó las luces del taller, y se acostó pensando en el dinero que guardaba y en el viejo libro que día a día se llenaba de números con más de ocho dígitos. “Es bueno dormir, cuando tienes en donde reposar”, se dijo. “¿Y si nunca más despertaras?, escuchó nuevamente la voz. El mismo hielo comenzó a surcarles todas sus venas como un riachuelo en buscando la mar, a lo que cogiendo toda su frazada se acurrucó escondiéndose como un avestruz, pensando taparle la puerta a aquella voz… Temiendo lo peor y ante el total silencio de aquel cuarto, don Tobías, saltó de la cama y prendió las luces. Cogió su viejo báculo y se encaminó hacia el sótano. Mientras bajaba la escalera, por el gran nerviosismo que cargaba, tropezó contra una media salida de un eslabón del peldaño y rodó, cayendo pesadamente rumbo hacia suelo… Pero, con gran suerte, pudo cogerse del pasamano de la vieja escalera, salvándose de romperse el cuello. Mas calmado, continuó sus pasos hasta llegar al lugar en donde ocultaba sus viejos ahorros. Abrió el desván y con gran placer volvió a sonreír al ver el brillo de sus monedas de oro y plata y su libro contable… “¿Y todo, para qué?”, volvió a escuchar esa voz, pero esta vez presintió el lugar de donde provenía… Alzó los ojos y vio un rostro que brotaba del techo del sótano… Eran imágenes suyas, que como una película pasaban ante su ser. Allí estaba de niño, con sus padres, sus pocos amigos, la prohibición de sus padres por acercarse a otros muchachos, sí, allí estaba él, su vida que pasaba y pasaba y pasaba… Y Tobías percibió que muy pronto sus días terminarían… Cerró los ojos, suspiró profundo y entendió.
Muy temprano antes que saliera el alba, se le vio salir de su taller con un cofre casi de su tamaño, y unos libros, subiéndolos a una carreta. Don Tobías, con gran cuidado arranco y se dirigió rumbo al cementerio que quedaba en las afueras de la ciudad. Llevaba como ya dije, un cofre, sus libros contables, una lampa... y un sentimiento que parecía impulsarlo hacia una salida que más que desearla, parecía ser su único destino. Cuando llegó, con gran esfuerzo todo lo bajó y lo arrastró hacia el lugar mas retirado del campo santo. En una loma al borde un riachuelo encontró el lugar que buscaba, y con la lampa empezó a cavar y cavar sin parar… Cuando la fosa era ya muy profunda, cogió los libros contables y el baúl donde guardaba todos sus ahorros y los echó. Luego, lo tapó. Cogió una madera, escribió su nombre completo y lo puso al borde del sepulcro, como una lápida… y se retiró.
Mientras volvía a la ciudad, don Tobías, sintió su respirar más ligero, y después de mucho tiempo comenzó a sonreír placidamente sin saber por qué ni para qué… Cuando llegó a su taller lo clausuró, y luego, se fue a visitar a sus viejos parientes…
Enero del 2005.