Fue a la librería más nutrida de la ciudad y vio toda una selva de libros besando todas las paredes del local. Se excitó, no lo pudo soportar y cogió el primer libro que estuvo a su alcance. Le pasó sus dedos por el lomo del libro, luego, lo abrió y empezó a oler la celulosa de las páginas. Revisó el tipo de letra. Miró la cantidad de páginas que tenía. Leyó el nombre del autor, la fecha de su nacimiento y su muerte. ¡Dios!, se dijo. Aún vive..., pensó. Lo cerró y lo dejó en su lugar como si hubiese perturbado un instante de ajena intimidad. Se acercó a uno de los libreros y preguntó por obras de autores del siglo XIX. Cómo no señor, sígame por favor, le dijo el joven vendedor. Lo llevó a uno de los espacios que estaban en el sub-nivel del local. ¿Algún autor en especial, señor?. Todos, los quiero a todos..., respondió. El joven librero sintió como un sinsabor al ver a este señor vestido con simpleza pero con los ojos puestos en los libros como si fuera un cazador de bestias salvajes, o, en este caso, de muertos vivos... Como no, señor, lo dejo a solas... y, me llama cuando me necesite. El joven se dio media vuelta y subió al segundo piso en donde entraban nuevos clientes en busca de algún libro de moda, de esos que se venden por moda, snob, y, que quizá, nadie lo lea... Nuestro personaje sintió que estaba solo y ya frente a los libros del siglo XIX se sintió más excitado que nunca. Cogió uno de ellos. Lo abrió. Era de Conrad, editada y traducida al español en el año de 2006. Olió las tapas, rozó sus dedos sobre las hojas escritas de papel y sonrió de alegría. Son míos, se dijo. Abrió su bolsa de libros y los llenó con más de una veintena de libros. Miró la salida de la librería. Vio que estaba llena de gente y, sin pensarlo, salió raudo hacia la salida. No bien cruzó la puerta, todas las alarmas del local empezaron a sonar. Más esto no lo detuvo y corrió rumbo hacia la oscuridad de la noche. Dos hombres de seguridad de la librería empezaron a seguirle. Nuestro hombre llegó a la esquina y paró un taxi. Lléveme lejos de aquí, le dijo. El auto partió con los chicos de seguridad arañando las ventanas del auto... ¿Qué ha hecho señor?, le dijo el taxista. Nada, nada, no se preocupe, dijo nuestro hombre. Por favor, lléveme a la librería de la zona norte, inmediatamente... Y mientras viajaba, miraba los libros que tenía en sus manos. Míos, míos, nuevamente míos, pensó nuestro extraño personaje. Señor taxista, dijo, por favor, espéreme unos minutos en este mismo lugar, le pago por adelantado... espéreme que no demoro ¿sí? Como no señor, respondió. Sucedió lo mismo. Tras los pasos de nuestro personaje venían tres chicos corriendo, sin lograr alcanzarlo. Ya lejos del lugar, le pidió al taxista que lo llevara a su domicilio. Ya en su casa, abrió la puerta y dejó todo su botín sobre una mesa llena de libros... Prendió una hoguera y comenzó a quemar uno por uno hasta que no quedó ni uno, salvo los libros que había robado. Y durante toda la noche se la pasó leyendo. Llegó el día e hizo lo mismo, tan solo se detuvo para comer un poco. Luego, continuó. Todo siguió así hasta que pasó cerca de dos semanas en donde ya había terminado de leer todos los libros... Se cambió y fue a buscar trabajo, pues, no tenía un centavo para comer. Encontró uno y trabajó por un par de meses. Luego de cobrar, renunció... Aquella tarde, miró todos los libros que había robado, los puso sobre la mesa, encendió la fogata de su casa y salió a otra librería, una en que no lo recordaran demasiado... Se disfrazó de mujer y salió a la calle. Tomó un taxi y se dirigió hacia la librería más importante de la ciudad...
San isidro, mayo de 2006