Desde mi màs tierna infancia lo tuve claro. La vida era de ellos, en sus manos llevavan la esperanza, la luz, lo hermoso; y nuestros días ya cansados se enredarían en los suyos para saborear sin medida cada uno de sus segundos.
Cada mañana, el llegar a clase y contemplarlos, era un deléite para mis sentidos, observarlos, verlos crecer cada año, enseñarles el mundo de desde un libro, literatura, las lenguas , el pasado, el presente...
Así fué pasando mi vida en la enseñanza , de los veinte a los cincuenta sin el más mínimo cansancio, sin el más minimo arrepentimiento, con la alegría de educar sin prisas, sabiendo que les perdería, que yo les enseñé el camino, conformàndome con la idea de que el próximo curso volvería a conocer a los que, de nuevo, serían las vidas por las que en mi barca remaría , hasta cada uno de sus puertos.
Aquel año comenzó lluvioso, al mirar de reojo la ventana verde de madera que descubría mi aula sentí algo extraño, como una tristeza, como un presentimiento estúpido..
Cuando abrí aquel día la puerta que me separaba de mi clase le vi mirarme con sus enormes ojos, con su tez morena de raza y con una sonrisa que jamás podrán olvidar mis adentros. Se llamaba Sadiki, y se convertiría a partir de aquel día, en el centro de atención y en mis noches de insonnio.
Era Sadiki un niño marroquí de nueve años, bastante espigado para su edad, bien peinado con su raya a un lado, bien vestido; con pantalones finos y camisa blanca como sus dientes, que adornaban su cara con una sonrisa arrebatadora...
Le miré respondiendole a su sonrisa, pero la timidez llevó sus lindos ojos al color verde de la pintura de su pupitre.
Como cada año miré el listado, allí se encontraban sus nombres, nombres que no me sonaban de nada pero que, a partir de aquel momento se convertirían en parte de mi tarea, en un trocito de mis recuerdos para siempre...
¿Juan Rodríguez?
Yo¡
¿José Guillén?
Sí¡
¿Blanca Villa?
Aquí, señorita¡...
...Y así susecivamente, su vocecitas me respondían al nombre que por generaciones, les había tocado. Cuando le mencioné, ocurrió algo que, nunca debió haber pasado, al decir su nombre un coro de voces inundó la clase entonando una frase que me hirió, porque todos gritaron: "El moro"¡. Las carcajadas siguieron y su tez quedó con su risa mirando al suelo.
Pasaron los meses y le fuí conociendo, era un chico listo, abispado, sincero, amable, educado; como casi todos los árabes, hablaba correctamente tres idiomas; árabe, francés y español, es por eso que su cultura era más abanzada que la de sus compañeros que le trataban mal por saber de su procedéncia. Sadiki no tenía amigos en el colégio, y no porque no lo intentase, se movia por donde sus compañeros, corria a ellos, a sus risas, a sus juegos... Le dejaban solo, aún recuerdo la última imágen que tengo de él; aquella mañana salimos de excursión a la plaza del pueblo, el día estaba radiante con la primavera al fondo, y Sadiki venía a mi lado acompañandome con su sonrisa, conversábamos de su país, de la pobreza de algunos pueblos, de sus amigos allí... Como siempre que hablaba con él sentía estar charlando con un amigo porque, a pesar de su edad, en su cerebro había sembradas otras historias, otras aspiraciones...
Hacía calor, y en la plaza los árboles regalaban sombra a los que, como nosotros, la necesitábamos. Aunque mi alumno árabe me acompañaba, en el momento de tomar asiento quizo reposar su cansáncio al lado de sus compañeros y no al mío y corrió hacia el banco que yo tenía en frente el cual estaba repleto de mis alumnos que, como niños, no paraban de moverse de dar gritos y de incordiarse los unos a los otros.
Sadiki con la mayor illusión en el rostro llegó frente a ellos y les regaló la alegría de sus ojos... Los niños se miraron y, acto seguido, corrieron hasta otro banco dejandole a él sentado, solo y sin su sonrisa.
Mi más querido alumno volvió a intentarlo encontrándose con la misma respuesta una y otra vez hasta acabar recostado en mi regazo y con lágrimas de dolor e interrogantes, lágrimas que no merecían sus ojos...