Aquel verano había ido al pueblo de mi madre, era pequeño y polvoriento y casi nunca pasaban coches, por lo cual nos dejaban jugar en la calle.
La recuerdo sola, sentada en la acera mirándonos como saltábamos a cuerda o jugábamos a la gallina ciega. Se llamaba Laia y debía tener seis o siete años; tenía la mirada triste y una actitud ausente. Cuando anochecía, y nos llamaban para ir a cenar, la veía levantarse y, muy despacio, arrastrando la pierna derecha, se iba calle abajo hasta llegar a su casa.
Me producía un desasosiego extraño verla allí observándonos, con la barbilla apoyada en las manos y la mirada fija y perdida, pero desde mis seis años no sabía poner nombre a aquel desasosiego. A veces me sentaba a su lado y le daba un caramelo, que ella cogía con una sonrisa de agradecimiento, pero no me atrevía a hablarle, si lo hacía los otros compañeros se enfadaban y me amenazaban con no dejarme jugar más con ellos.
Recuerdo aquella tarde que, como otras, habíamos ido a bañarnos al río. El día antes habíamos planeado con detalle la excursión: cada uno de nosotros llevaría alguna cosa de comer y, después de bañarnos, nos hartaríamos de golosinas.
Después de una rato de jugar en el agua: chapoteando, tirándonos la pelota…, la vimos llegar, despacio, como siempre. Llevaba una bolsa en la mano y se había puesto un bañador muy bonito. Se sentó en una piedra cerca de nosotros, puso un pequeño mantel y sacó un pastel lleno de nata y chocolate. Lo que pasó después lo recuerdo como una pesadilla. Dos de los niños de la pandilla, Pau y David, que no tenían más de nueve o diez años, empezaron a salpicarla, mientras le decían:
— ¡Vete, no ves que no queremos lisiados en la pandilla!
Poco a poco fueron añadiéndose los demás. Yo me los miraba y no sabía que hacer para detenerlos. Lloraba y con mis lágrimas se mezclaban las suplicas para que la dejasen en paz, pero nadie me hacía caso.
Ella se levantó amedrentada e intentó huir, pero tropezó y fue a caer sobre el apetitoso pastel, la cabeza le fue a chocar contra una piedra; se quedó quieta con los ojos cerrados, y de la herida comenzó a manarle un hilo de sangre.
De pronto paró el griterío, todos callaron y se hizo un silencio que daba miedo. Me acerque a ella y comencé a zarandearla, mientras la llamaba entre lágrimas. Suplicaba que me ayudasen, pero todos estaban quietos, como paralizados.
Entonces Laia abrió los ojos y, al verme, dijo:
—Yo sólo quería que me aceptaseis en la pandilla.
Se oyó un suspiro de alivio. Pau mojó una toalla y le lavó la herida y David se acercó para ayudarla a sentarse. Todo quedó en un susto y desde aquella tarde dejaron que Laia participase en nuestros juegos y excursiones. Nadie le pidió perdón, pero no era necesario, las chiribitas de gozo que desprendía su mirada lo manifestaban muy claramente.