Recuerdo hace tiempo, que alguien me explicó mediante un ejemplo una circunstancia de su vida. Imagina a tu padre y tu madre con una pistola en la cabeza. Imagina que tienes que elegir, ¿qué harías?. Yo en aquel momento no entendía el alcance de tal pregunta y no sabiendo qué contestarle me dijo:
- Nadie es responsable de que pongan en la cabeza una pistola a dos personas y te obliguen a elegir.

Me quedé con aquella historia tratando de imaginar en qué situación humana y cercana podría pasar algo así que no fuera una atrocidad, el cruel destino de tres vidas.

Ahora ya con el tiempo, con la distancia cada vez comprendo mejor que eso era yo, la atrocidad que ponía a una persona en situación de tener que elegir. Eso era yo, una de esas personas con pistola en la cabeza, esa fui yo la alternativa de una muerte igual de cruel.

Si hubiera pensado que era yo, si hubiera intuido por un instante que lo único que trataba de decirme era que no quería sentirse responsable del paso que tarde o temprano iba a dar, simplemente le hubiera mirado a los ojos y tranquilamente le hubiera dicho: no elijas, dispárame a mi, hazlo rápido, cuanto antes y que sea certero, no deseo vivir ningún sentimiento contigo si piensas que el amor se forja con alternativas, si crees que el amor de verdad es tan egoista como para anteponer y fijar en el tiempo la decisión de un atroz momento de remordimientos a lo que surje como una felicidad duradera, dispárame, mátame el corazón lo más rapido que puedas.

Pero yo, ingenua en mis sentimientos, no supe pedírselo y él no lo hizo, y en su lugar me dejó la lenta agonía de pensar que tal vez algún día me quitara esa pistola de la cabeza.

Hasta que un buen día, cansado de no tomar una decisión... disparó.

Y mi corazón tembló y yo tan solo me atreví a llorar para mis adentros diciendo: ¿no crees que merecía una bala más temprana?