Me pavoneaba con mi traje nuevo por las calles de Maturín, bella ciudad del sur de Venezuela, había ido allí como turista y ciertamente la había pasado bien, una ciudad limpia, llena de gente cordial, donde la delincuencia aun no había hecho estragos, lo cual es ya mucho decir en un país que se ha escapado de las manos de sus gobernantes, este era ni más ni menos que un paraíso para alguien como yo con un poco de dinero para derrochar, salía de un pequeño café frente a la plaza principal de la ciudad cuando vi pasar frente a mi a un indigente, esto me llamó la atención ya que al contrario de Caracas aquí este era un espectáculo poco común, el hombre caminaba como bajo los efectos del licor, y al pasar frente a mi me pareció ver en sus ojos lagrimas insipientes, me decidí a seguirlo a una distancia prudencial teniendo como único motivo la curiosidad. Sin darme cuenta nos fuimos alejando del centro, hasta entrar en callejones de evidente pobreza, casas con paredes de barro, techos de planchas metálicas y puertas de tablas mal enchapadas, eso sí, para seguir con el estilo todo era increíblemente limpio, muchachas hermosas entraban y salían de las casuchas, sorprendidas más de verme a mi que al pordiosero al que yo seguía, de pronto vi salir de entre unas latas de basura muy bien disimuladas a un pequeñuelo de unos cinco años, totalmente desnudo, extremadamente delgado pero con su barriguita hinchada al extremo de dejar ver finas venas azules a través de la delgada piel, se acercó al indigente y le dijo “mocho, tengo hambre”, el indigente tomó el bastón que llevaba en la mano derecha con la izquierda, introdujo su mano en el bolsillo de su desgastado pantalón y sacó un pedazo de hamburguesa a medio comer, mal envuelta en una servilleta de Mc Burguer, solo entonces me di cuenta que le faltaban dos dedos de esa mano, sin titubear le dio al niño aquel alimento evidentemente recogido de la basura, y prosiguiendo su camino le dijo “ no te comas el papel sute, te puede doler la barriga”, yo a estas alturas llevaba un nudo en la garganta, le seguí un poco más y le vi caer de rodillas, quise correr a ayudarle, hasta que me di cuenta de la realidad, estaba orando.
“Señor, nada pido para mi, solo quiero que por un día nuestros gobernantes tengan que comer de la basura para que comprendan lo que es tener hambre, solo quiero que por un día, los hombres de poder vean una lagrima en los ojos de sus hijos porque aun no han probado bocado, solo te pido que los hagas pasearse con un hijo deshidratado por los pasillos de un hospital abarrotado tan solo por un día, que por un día los policías no echen de las plazas a un anciano porque parece un borracho a causa de la anemia, que por un día sientan en sus corazones el poder humillante de la injusticia, no les hagas daño mi Señor, solo muéstrales lo que vivimos los hombres sin derechos, solo así podrán comprender porque nuestros hijos venden drogas, porque nuestras hijas son putas, porque los ancianos pedimos en las puertas de las oficinas y porque ellos no pueden dormir en paz, para los míos solo pido que un día abran sus ojos, y ya no haya casas, ni carros, ni edificios, solo verdes praderas, solo trinar de pájaros, solo perfume de flores y mariposas volando, sonido de riachuelos puros, llenos de peces plateados y en el cielo tu gloria de Dios verdadero iluminándonos como el sol, no te pido más nada Señor.”
El hombre abrió sus ojos para encontrarme frente a el, con un billete de 50.000 en mis manos implorándole que le tomara, me vio con una mirada llena de un sentimiento indescriptible, sonrió, tomó el billete y sin ninguna prisa se dio vuelta y desapareció entre aquellos callejones, a mi solo me dio por correr, desandando el camino recorrido, masticando lo que acababa de vivir, y sintiéndome incapaz de aportar un grano de arena, para cambiar esa pequeña historia, que repitiéndose un millón de veces en cada indigente venezolano nos convierte en cómplices de un genocidio inimaginable.