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El árbol de Navidad

Era invierno en el bosque. En un pequeño claro humeaba la chimenea de una bonita cabaña. Dentro de ella, el pequeño Pablo decoraba el árbol de Navidad junto con su mamá ¡Era uno de los momentos de mayor felicidad para él!

-Acércame las bolas plateadas, Pablo. Vamos a irlas anudando.
-¿Puedo poner yo la estrella, mamá?
-¡Claro! Pero la estrella se pone al final. Ten paciencia.

Pablo vivía solo con su mamá. Como la cabaña estaba aislada, no había muchos niños cerca. Así que Pablo se había hecho amigo de los animalitos del bosque. Jugaba con ellos, les contaba sus secretos aunque éstos no le respondieran, les ofrecía comida en invierno y agua en verano… Incluso, en una ocasión, salvó a un búho real que había caído en una trampa puesta por cazadores.

-¡Tranquilo! Te voy a liberar. No tengas miedo -le tranquilizó Pablo.

Por eso, aquella tarde de Nochebuena, muchos de los animales se agolpaban tras el cristal de la ventana. Querían ser testigos de la felicidad de su amigo. Y, por supuesto, también querían curiosear y poder ver totalmente adornado el árbol de Navidad.

Cuando llegó la noche, el árbol estaba completamente adornado con bolas de navidad rojas, cintas de plata y doradas piñas. Por supuesto, la gran estrella coronaba el árbol, que estaba iluminado por docenas de lucecitas blancas.

-Ha quedado precioso -determinó la mamá de Pablo.
-¡Es el mejor árbol de Navidad del mundo! -exclamó el niño con gran entusiasmo.

Sin embargo, aquella madrugada de Nochebuena, algo falló. Una de las luces provocó un cortocircuito. Al instante, el árbol de Navidad ardía con furia y se consumía en sus propias llamas. El fuego pronto alcanzó las cortinas y comenzó a devorar el salón. La mamá de Pablo se despertó por el humo y lograron salir de la casa antes de que el fuego les cerrara el paso.

-¡Deprisa, Pablo! Tenemos que salir de aquí -ordenó su madre-. Toma, colócate esta toalla mojada contra la nariz y camina agachado, por debajo del humo. ¡Rápido!

En la oscuridad de la noche, la mamá de Pablo se lamentaban de su desgracia. Su casa estaba en llamas, quedaría completamente destruida. ¡No tendrían ningún lugar donde vivir! Pablo, quien todavía no era consciente del problema que supondría quedarse sin casa, lloraba porque se había quemado su bonito árbol de Navidad.

-¡Mamá! Nos había quedado taaaaan bonito… ¡Es injusto! -se lamentaba Pablo entre lágrimas.

Una vez que el fuego acabó de devorar la casa, Pablo y su mamá se refugiaron en el cobertizo. Allí, sobre un montón de paja, derrotados por el cansancio, se quedaron dormidos.

Los animales del bosque habían presenciado toda la escena, pues habían acudido al lugar alertados por las furiosas llamas del incendio. Todos estaban muy preocupados por su amigo Pablo. Debatieron largo rato sobre cómo podrían ayudarle, hasta que el gran búho tuvo una idea:

-¡Adornaremos el abeto que tienen en el jardín para que Pablo pueda tener un árbol de Navidad!

Así, los ratones recolectaron rojas manzanas silvestres, las ardillas buscaron piñas y nueces y las pintaron con polvo de mica dorada, las arañas tejieron largos hilos de seda en torno al abeto, los pájaros más vistosos cedieron algunas de sus plumas de colores, los topos buscaron bajo la tierra bonitas y brillantes piedras con las que decorar las ramas y las águilas volaron alto, muy alto, y bajaron del cielo una estrella que colocaron en lo alto del árbol de Navidad.

A la mañana siguiente, cuando Pablo despertó creyó que todo había sido una pesadilla. Pero pronto se dio cuenta de la realidad, al ver que estaba durmiendo en el cobertizo. Entonces salió al jardín para contemplar el desastre… ¡Y lo que vio le dejó maravillado! Delante del cobertizo estaba el árbol de Navidad más bonito que había visto jamás. Los adornos destellaban bajo la luz del sol. ¡Parecía un árbol salido de un mundo mágico!

-¡Mamá! ¡Ven! ¡Tienes que ver esto! -llamó el niño.

La mamá de Pablo, adormecida, acudió a la llamada de su hijo. Al ver el precioso árbol quedó maravillada. Entonces se acercó para observarlo mejor.

-No te lo vas a creer, Pablo. ¡El árbol está lleno de piedras preciosas! ¡Mira! Son rubíes y esmeraldas… ¡Hasta diamantes! ¡Podremos vender estas piedras preciosas y construir una nueva casa!

Con lágrimas en los ojos, alzó a Pablo en brazos y lo abrazó.

Los animales del bosque no entendían el motivo de tanta alegría. No sabían lo que eran los diamantes o las esmeraldas ni por qué eran tan valiosos. Pero no les importó. Estaban demasiado contentos por haber hecho tan felices a Pablo y también a su mamá en el día de Navidad.

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