El municipio de Rosales transita entre la eufonía del viento que sopla del noreste y los campos sembrados de maíz al oriente. Sus casas, asperjadas de sílice se pintan solas, divididas por mitad, la parte de abajo roja, la parte de arriba blanca. También transitamos nosotros, la cacofonía del pueblo, sus habitantes. Los populares que nada más miramos como los señores importantes discuten las cuestiones de todos nosotros. O esto era lo que pasaba antes de todo el desastre que ocurrió después. Pero para dar una mejor idea sobre lo que nos referimos hay que comenzar con Demetrio.
Demetrio era el presidente municipal. Su cara, alargada hacia el frente, le daba un parecido a las puercas cuando van a parir y luego quedan extendidas sobre el cochinero como muertas. Él fue el primero que dijo que todos nosotros éramos una bola de analfabetos, incultos. Que no sabíamos nada de nada, ni la “o” por lo redondo, vaya. Que éramos silvestres al no saber quien era un tal Baj o un Beto Ven. Que los del municipio del otro lado eran mejor que nosotros, que ellos si sabían apreciar la buena música, la buena literatura, la buena pintura, en fin, que tenían mejores maneras que todos nosotros juntos para el disfrute de las cosas estéticamente puras. Así nos lo repitió un día de tantos en que, a son de convocar a una junta urgente, nos llamó. Todo fue un engaño, un ardid. En verdad quería que fuéramos para ver una exposición de esculturas que el maestro escultor Elías Prado había montado en el gran salón de Rosales. Nosotros, que ya nos considerábamos bastante burros pues esta también era la cantaleta del padre Erasmo en las misas del domingo, fuimos como ovejas. Entramos no sin antes limpiarnos los zapatos y quitarnos el sombrero.
—Yo no le entiendo nada —le dije a Aurora, mi mujer, cuando quedamos parados frente a una masa informe que se llamaba, “La llama de la sabiduría”, donde yo no le encontraba el fuego ni mucho menos la sabiduría esa que decían.
—Pues si tú no le entiendes, yo menos, Reyes.
Luego vimos una serie de pequeños mojones como los que sueltan las burras cuando han comido mucha hierba, aplastados sobre una superficie inclinada que terminaba en un pico, su título era: “Senderos de la vida”.
—¿Esa es la vida? —me preguntó Aurora.
—Pues parece mierda —contesté con el entrecejo fruncido.
—No es mierda —dijo Aurora pues se había acercado para olerla—. Más bien huele como a engrudo para piñatas.
—Sea lo que sea, a mí me parece mierda.
—No digas eso, Reyes, que nos pueden oír.
Aurora siempre era más aplomada en sus decires. Así que callamos, no fueran a pensar que nosotros éramos los más mensos de todos.
Cuando salimos, porque ya nos dolían los pies de tanto estar parados sin hacer nada, Eleuterio, mi vecino, se nos acercó.
—¿Viste a la mujer desnuda?
—¿La mujer desnuda? ¿Cuál?—pregunté como sorprendido. Pues habíamos estado frente un letrero que decía: “Mujer desnuda con manzanas en los ojos”—. No la vi —mentí para que no se diera cuenta que yo era un zopenco como mi mujer y que lo único que habíamos visto era un pedazo de tronco con dos bolas clavadas a los lados.
—Pues yo tampoco —me dijo Eleuterio, pero al ver nuestra sorpresa continuó—. Solo preguntaba.
—¡Ah! —y quedamos callados hasta que salió Rubén. Llevaba el sombrero en la mano y parecía que hablaba consigo mismo. Cuando se vino acercando pudimos ver que estaba enojado.
—¿Y ora? —lo detuvo Eleuterio.
Rubén no contestó sino hasta que se plantó bien enfrente de nosotros y bebió un sorbo de aire por sus narices.
—Esos jijos me echaron.
—¿Por? —pregunté un tanto curioso.
—Pues porque levanté una cosa que me pareció mojón de caballo y quise saber si era eso o no. El señor Elías me regañó y me dijo que era un imbécil por maltratar su obra maestra. Luego vino Don Demetrio y me echó como yo echo a las gallinas del corral para afuera. Entonces que me salgo bien enojado.
—Ah, si serás menso, no era mierda de caballo —le dije riendo—. Era de burro.
Rubén me miró con enfado, pero luego entendió lo que yo quería decir y todos sonorizamos nuestras bocas con carcajadas más fuertes. Fue en ese momento que salió Demetrio, y al vernos ahí parados, riéndonos, se nos acercó con su cara de marrana.
—Son unos mentecatos, vergüenza debería darles vivir como viven. Nunca van a llegar a ningún lado. No cabe duda que quien nace para maceta del corredor no pasa. Analfabetos buenos para nada. Incultos de porquería.
Nosotros nada más oíamos lo que nos tenía que decir. Cuando terminó, sin que nosotros dijéramos nada, se fue, diciendo quién sabe qué más cosas en contra de nosotros. Pero algo de sus palabras quedaron entre nosotros como esas moscas que dan tanta lata y que uno por más que se las espante no se largan, y sin despedirnos entre nosotros, nos fuimos cada cual para su casa, segurísimos de que no nos invitarían a la borrachera que se llevaría a cabo en la noche para festejar a otro gran artista que alumbraba el gran municipio de Rosales.
Precisamente esa noche fue cuando sucedió la tragedia. Mi mujer y yo estábamos en nuestra casa. Yo mirando el techo echado sobre el camastro que nos habían regalado mis suegros el día en que nos casamos Aurora y yo. Ella estaba preparando un poco de atole, quizás porque el olor de los mojones le había sugerido esa idea. Yo pensaba en las esculturas y recordé que alguna vez cuando todavía iba a la escuela, el maestro Ramiro Buenanoche, nos contó a toda la clase y a mí, que el arte era una forma de éxtasis. Nos dijo la definición de éxtasis al día siguiente cuando se dio cuenta de que no habíamos entendido ni jota y la Pepina preguntó si extasis era una taza rota. El maestro contestó que era como tener paz después de haber tenido un placer inmenso. Años después, sobre el camastro en que ahora me encontraba, supe por fin qué era el éxtasis, cuando eché todo mi peso sobre el de Aurora y ella tronó junto a mí todos sus huesos. Tuve una paz como nunca la había tenido antes ni después. Entonces supe que el arte era hacerse el amor y lograr esa paz tan buscada. Pero poco a poco a Aurora y a mí se nos fue olvidando entre los días y el trabajo que nos costaba mantenernos sin hambre. No éramos pobres, pobres. Teníamos un par de tierras que cultivábamos con hortalizas, maíz y alguna vez hasta con albahaca y berenjenas. Pero cuando no llovía lo suficiente o cuando a dios se le pasaba la mano y nos inundaba hasta que todo quedaba podrido bajo los aguaceros, era cuando la pasábamos mal. Ni para tortillas, decía Aurora medio sofocada por el peso de mi cuerpo, pues habíamos convenido que cuando nos doliera la panza por llevarla llena de vacío, hiciéremos el amor para llenarla de besos.
Aurora se me acercó.
—Ya está servido, Reyes.
Con los pensamientos reborujados me levanté del camastro y un paso más adelante me senté en el banco frente a la mesa, pues nuestro jacal era pequeño. Aurora puso las tortas en una canastita de mimbre.
—¿Crees que somos muy brutos? —me preguntó Aurora antes de que pudiera darle el primer sorbo al atole.
—Que va —contesté.
—Es que por más que intento, no hallo el por qué nos dicen todo lo que nos dicen.
—No te preocupes, yo ya ni pensaba en eso —mentí y di un sorbo al atole quemándome la lengua.
En ese momento, entre el atole caliente y nuestra rotunda ignorancia, fue cuando comenzó. Yo lo sentí desde el principio. Aurora supongo que no, pues todavía se levantó por un poco más de atole pero cuando venía de regreso, las tablas donde tenemos nuestro altar se cayeron llevándose la veladora al suelo. Ella se dio cuenta y le entró miedo porque corrió junto a mí.
—Está temblando, Reyes —me dijo Aurora con el cuerpo erizado.
La ventanas crujían y el agua que teníamos en la pileta se lleno de ondas como si dentro de la casa lloviera a cántaros.
—Ya está pasando —le dije por decirlo nomás. Pero el movimiento no paraba—. Vámonos para afuera.
Aurora y yo cogimos derecho a la puerta y la atravesamos tambaleándonos, pues todo el piso se nos movía. Afuera ya había gente, no mucha, pues somos pocos los que nos avecindamos por ahí. Vimos como los árboles del camino se sacudían como si la tierra tuviera hipo. Los montes, de por si ondulados, se ondularon más. Yo pensé que nuestra casa se vendría abajo en cualquier momento. Pero no sucedió nada. Las paredes de madera y hormigón resistieron. Solo una pequeña rajada cruzó una sección del camino y pronto se lleno de polvo y despareció como si nunca hubiera pasado nada.
—Eso estuvo duro —oí que gritó alguno de mis vecinos, allá lejos.
—¿Estás bien, Remigio? —preguntó otra voz lejos.
—Sí —se oyó aún más lejos.
—Reyes, ¿cómo están ustedes?
—Mi mujer y yo bien. ¿Y ustedes, Eleuterio?
—Nosotros bien.
—¿Y qué pasó?
—A nosotros nada, ¿y a ustedes?
—Nada.
Como vimos que no había pasado nada más que el susto. Aurora y yo nos metimos a la casa. Salvo el altar y la veladora quebrada sobre el suelo. Todo lo demás se encontraba como si nunca se hubiera movido. El agua de la pileta nos reflejaba con la nitidez propia del agua quieta.
—Ya pasó —le dije a Aurora y la abracé. Luego, recogimos los cachos de cristales del suelo, y, cuando estábamos a punto de volver a tomar nuestro atole, oímos una voz que llamaba a gritos y poco a poco se nos iba acercando como el viento se nos acercaba del noreste:
Se derrumbó... Se derrumbó...
No es fácil salir de la sorpresa y menos cuando íbamos en la oscuridad sin poder ver nada. El camino estaba como siempre, despepitado de piedras calizas. No llevábamos ni siquiera linternas. Sólo unos palos encendidos para poder ver más allá de lo que nuestros ojos creían ver. Cuando llegamos, las casas estaban igual que siempre. La tienda del señor Aarón, intacta. La casa del músico Leopoldo Bachelot, que de vez en cuando nos ponía los pelos de punta con sus estridencias, estaba igual, de pie. Seguimos caminando. También vimos que la casa del escultor Elías, con su gran escultura que parecía un sapo apachurrado con un garrote, estaba sin estragos. Al igual que el pisito de Baltasar Rodríguez y su amante Rita, nuestro poeta y escritor laureado. Pero cuando llegamos al concejo, pudimos ver lo que nos venía contando Jacinto. De todo el mundo, diría mi abuela si viviera, ese es el único punto que tiene mala suerte. No había piedra sobre piedra. De hecho no había nada. En su lugar se levantaba un inmenso hoyo. Como si la tierra se hubiera tragado exclusivamente esa parte. Es cierto que antes había minas de plata con la que los antiguos sacaban para hacer sus joyas. Pero que uno supiera, jamás en Rosales, y mucho menos donde se asentaba el concejo municipal se había mencionado ese hecho. Nos asomamos, pero oscuro como estaba, no pudimos sacar nada en claro.
—Hay alguien ahí —gritó Facundo y Eleuterio
—Contesten —gritamos Rubén y yo.
Las sombras sólo nos devolvieron los ecos de nuestras voces. Todo parecía ido al carajo.
Poco a poco fueron llegando todos los demás. Amontonados como nosotros con sus ojos curiosos. Azorados. Incrédulos. El gran salón había desaparecido. Unas mujeres se hincaron y comenzaron a rezar mientras nosotros buscábamos unas cuerdas para bajar.
—No se metan —gritó una anciana que venía con bastón—. Les puede salir el diablo.
Nosotros no hicimos caso y entre Eleuterio y yo, bajamos amarrados de la cintura a Facundo y a Rubén, quienes eran los más flacos.
—¿Hay alguien? —oímos a Facundo que gritó cuando la cuerda no dio más distancia.
—Callen a esas viejas —dijo Epifanio—. Que no escuchamos nada.
Las que rezaban empezaron a rezar entre dientes, para adentro de sí mismas.
Todos quedamos callados. Ni un solo sonido subió hacia nosotros, pero hacia el agujero bajaba todo el ruido de los grillos y las hojas de los árboles movidos por la brisa.
—Súbanos —oímos a Rubén—. Aquí no se ve nada.
Los trajimos otra vez de vuelta.
—Hay que echarle lumbre —dijo de nuevo la anciana del bastón—. Para que no se salga el demonio.
Esa fue una buena idea. Prendimos un palo al que mojamos con bastante queroseno y lo arrojamos hacia el hoyanco. El palo se fue alejando de nosotros, hasta que a lo lejos se detuvo y luego se apagó.
—¿Cómo ves? —dijo Eleuterio.
—Pues parece como unos veinte metros —contesté a ojo de buen cubero.
—Se me hace que son más —replicó Facundo.
—¿Y creen que estén vivos? —preguntó Epifanio.
Todos nos encogimos de hombros. La noche cerraba y empezaba a hacer frío.
Conforme fue amaneciendo, con todos nuestros ojos de zopilotes, nos dimos cuenta de lo que había pasado: Un enorme hueco se abría y hasta el fondo aparecían unos pedazos de madera y ladrillos rotos. Amarramos varios lazos y bajamos de dos en dos para ver si podíamos ayudar en algo. No había nada que hacer. Golpeamos por aquí y por allá y ninguna respuesta hubo. Si alguien hubiera podido salir con vida, sería más milagroso que el propio hueco en medio de Rosales. Cuando nos cansamos de quitar piedras sobre piedras, subimos y bajaron otros para continuar los que nosotros ya no podíamos. Ya afuera nos empezamos a contar para ver quienes faltábamos. Pero no hacia falta. Sabíamos desde el principio quienes eran los que estaban allá abajo sepultados.
—¿Y ora qué vamos a hacer? —preguntó el hijo de don Calixto cuando estuvimos bien ciertos de los desaparecidos.
—Pues llamar a la autoridad —respondió Epifanio con la seguridad de un hombre mayor—. Qué ellos se hagan bolas con lo que aquí pasó.
—¿Y si nos echan la culpa? —intervino Rubén—. Pues ya ven que ellos nomás andan buscando culpables.
—¿Y que tal que si nos mandan a otros como los que teníamos? —dijo Facundo sin quitar la mirada del agujero.
—Yo propongo —dijo entonces Eleuterio—. Que como va a estar pesado poder sacarlos, pues que llenemos de una buena vez el agujero con tierra.
—Estás loco —intervino Epifanio—. No pueden quedarse ahí.
—Si de todas maneras ya están difuntos, no tiene caso sacarlos de un abujero para echarlos en otro —replicó Eleuterio.
—¿Y quién les va a dar cristiana sepultura? —pregunté yo, pues sabíamos que entre los enterrados estaba también el padre Erasmo.
—Pues estas viejas locas que cacarean todo el día por aquí y por allá —dijo Rubén y se volvió hacia el viejerío que escuchaba a nuestras espaldas y que seguían rezando—. ¿A poco no pueden rezarles?
Las mujeres se empezaron a hacer ojo de hormiga y cuando menos nos dimos cuenta nada más estábamos nosotros y alguna de nuestras señoras.
—¿Tú que dices, Reyes? —me preguntaron. Giré la cabeza para ver a Aurora, quien, rebozo al cuello, paseaba su mirada entre nosotros y el gran agujero.
—Pues va a estar difícil llenar el hoyo con tanta tierra. Yo creo que se ve duro, pero, que más da —respondí—. Supongo que todos están fallecidos.
Tres semanas y media nos tardamos en acompletar el agujero hasta el ras del suelo. Luego lo aplanamos con unos rieles de tren que había traído el difunto Demetrio, según porque iba a mandarlos a fundir para hacer una estatua de no sabíamos que prócer de nuestro pueblo. El terreno donde había estado el imponente salón, ahora era un pedazo de tierra apelmazado y sin gracia en el mero centro de Rosales. En total habíamos enterrado a trescientas personas y dos animales de un jalón, el perro del señor Anguiano, una gallina del padre Erasmo y todos los artistas de nuestro pueblo. Entonces fue aquí donde comenzó nuestra historia.
—¿Y sus cosas? —preguntó alguien.
Todos quedamos callados, nos miramos. Esa misma tarde hicimos la junta general de todos nosotros.
—¿Y cómo le vamos a hacer para que no se den cuenta si llegan a venir y no los encuentran? —preguntó Rubén cuando nos sentamos a descansar sobre lo que antes había sido el enorme Salón de Rosales.
No fue difícil hallar la solución. Entonces, con una moneda echada al aire fuimos decidiendo quién sería quién. A Eleuterio le tocó, por mala suerte, quedarse con la casa de Leopoldo y sus instrumentos musicales. A Epifanio, le tocó ser el señor Anguiano, un rico pollero. Se quedó con todo. A Rubén, le tocó ser el maestro Elías. Al hijo de Calixto, a pesar de que era bien joven, le tocó ser el padre Erasmo, aunque no tenía ni idea de cómo se hacía la comunión, pero era divertido verlo bebiendo el vino a grandes tragos y enredándosele la lengua con el padre nuestro. Y así sucesivamente, por ejemplo, las mujeres adoptaron la personalidad de las fallecidas. La tienda pasó a manos de Anselmo y sus hijas. A Facundo ahora se llamaba Don Nicanor, el dueño de la cantina. Sólo el presidente municipal fue el único que nadie quiso que se sorteara, tal vez porque no querían tener cara de marrano, o porque en lugar de gran e imponente salón del concejo, sólo construimos un pequeño cuartito para llevar toda la administración del pueblo. Pero a pesar de todo, esto lo hicimos sin mala fe, pensando que a los difuntos ya no les importaría si tomábamos, mientras estuviéramos nosotros vivos, sus pertenencias.
—¿Y ora como le voy a hacer? —me preguntó un día en que visité al maestro Leopoldo en su casa.
—Pues, no sé, pero por que no le haces así —y me senté frente al piano y con mis dedos comencé a golpear con furia las teclas. Ahora las negras, ahora las blancas. Ahora las dos juntas con todos los dedos, ahora sólo los gordos.
—Tú deberías ser el músico y no el escritor, Baltasar —me dijo cuando se quitó los dedos de las orejas para poder platicar conmigo.
—Si no es difícil —le dije—. Inténtale primero con todas las negras y luego te pasas a las blancas. Invéntale.
El maestro Leopoldo comenzó tímidamente, hasta que, quizá llevado por su poder creador, no se dio ni siquiera cuenta cuando salí de su casa y aún lo escuché a lo lejos, tocando su primer concierto, más allá de donde el maestro Elías aporreaba con un garrote un pedazo de arcilla para crear una estatua de alguno de nosotros, los hijos pródigos de Rosales. Entonces comencé a pensar, mientras llegaba con mi amante Rita, que ésta sería la historia de mi primer cuento.