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Categoría: Sueños

Espíritu Errante (3)

Siempre me han gustado las antigüedades. Desde muy joven, y por suerte, mi situación económica acomodada me ha permitido darme el gusto de comprar cuanto objeto atrayente a mi refinado gusto se ha cruzado en mi deambular permanente por casas de remates, anticuarios, etc. En realidad, tengo preferencia por los muebles de estilo, si son renacentistas mejor; pero no hay objeto de cierta antigüedad y calidad acorde que escape a mi vigilante atención.
La historia que les voy a contar tiene como protagonista a un espejo de pie muy antiguo, tan antiguo que, cuando lo compré, nadie me supo decir cuál era su origen, ni estilo, ni edad, ni su dueño original, del cual no se conocía su identidad pero sí se daba por obvia su condición de persona eminente; quizás un rey, o un Señor Feudal, o cualquiera que tuviera dinero y poder suficiente como para encargar la confección de un mueble de esas características. Siempre me he jactado de mi ojo clínico para detectar inmediatamente lo que es bueno, y de mis dotes de hábil negociador que casi siempre me han permitido comprar lo mejor del mercado a excelentes precios. Pero en el caso del referido espejo, a poco de comprarlo descubrí, no sin sorpresa y desencanto, que había adquirido algo de características inusuales.
Desde el principio las cosas se presentaron atípicas: lo encontré, por casualidad, en un enorme galpón del Departamento de Policía en el cual se apilaban, en desorden y deterioro, los más variados objetos que se pueda imaginar; se trataba, ni más ni menos, que de los secuestros de pertenencias que realizan, a detenidos y presos, nuestros cuestionados guardianes de la ley y el orden. Sólo supe que su último propietario estaba preso, pero esa era una historia que, en ese momento, no quise conocer; pronto cambiaría de parecer al respecto.
Descubrirlo entre tantas cosas disímiles y envuelto en una frazada fue muy sencillo, sospechosamente sencillo. como si me hubiera estado esperando para luego hacerme señas y provocar mi rescate. Pero todavía más fácil fue negociar con el comisario Recalde, quien no tenía la más mínima idea de su incalculable valor; por lo cual no tuve problemas en concretar sin burocracia alguna el mejor negocio de mi vida.
Desbordado de alegría por lo que terminaba de conseguir, cargué el enorme espejo en mi auto y me dirigí a casa impaciente por instalarlo en el lugar que ya tenía elegido para su colocación. Aunque parezca increíble, a su estado de conservación sólo le cabía el adjetivo de impecable; bastó con hacerle pasar una franela y listo. No sabía exactamente su antigüedad pero, sin duda, era anterior al Renacimiento; en cuanto a su origen, si bien tendría que recurrir a expertos para detectarlo, un pálpito me decía que era florentino. Una vez colocado en el rincón sur de mi cuarto me paré frente a él y me miré de cuerpo entero (su altura de dos metros me lo permitía holgadamente); la imagen de mí que devolvió me resultó extraña, como si no fuera yo quien estaba del otro lado. En realidad, fue mi cara la que no reconocí; para ser más exacto, lo que me inquietó fue un rictus de disgusto que no era mío, una dureza en la mirada que denotaba o, más bien, presagiaba algo malo, algo que no funcionaba del todo bien en mi interior.
Lo cierto es que a partir de esta nueva presencia en casa, mi vida nunca más volvió a ser la misma. Al principio los cambios fueron insignificantes y los minimicé, pues no acostumbro dramatizar las cosas; mas lo que empezó manifestándose con pequeños detalles sin importancia se iría convirtiendo, de a poco, en una auténtica pesadilla; y no estoy hablando en sentido figurado. Todo comenzó la primera noche a poco de acostarme: las dificultades para conciliar el sueño se presentaron en mí sin que existiera antecedente alguno; si hay algo que me había caracterizado hasta entonces era la facilidad para dormirme profundamente algunos segundos después de apoyar mi cabeza en la almohada; pero mis calvarios nocturnos recién empezaban. Sin que hubiera explicación, mis noches se convirtieron en una sucesión de espantosas pesadillas de las que al despertarme no recordaba nada;........hasta que comencé a recordar y fue mucho peor.
Primero fueron imágenes aisladas y sin aparente conexión entre sí, pero todas muy traumatizantes; luego el rompecabezas comenzó a tomar forma y lo que descubrí fue tan aterrador que todavía hoy me produce temblores de angustia rememorarlo: mis terroríficos sueños consistían en la recreación, en primera persona, de un asesino serial que salía todas las noches a la caza de sus desprevenidas víctimas; para ser más claro, me había convertido en un despiadado “matador onírico” y, si bien las muertes no se producían salvo en contadas ocasiones, la desesperada búsqueda de sangre fresca sí se repetía noche a noche. Pero eso no es todo, durante el día, durante la vigilia, y a partir de mi segundo homicidio, los diarios, noticieros y medios en general, comenzaron a difundir con sensacionalismo y profusión de detalles la historia de un monstruoso criminal que, sin duda, era yo en mis pesadillas. Mientras tanto, mi cara en el espejo se iba convirtiendo en la de un asesino, y no es que hubiera alguna diferencia externa o aparente que pudiera detectarse a simple vista; sin embargo, la distinción era evidente, había una maldad intrínseca, un gesto diabólico en la mirada, una sensación de desarreglo espiritual que mi reflejo traslucía.
Comprendí que, a ojos vista, mi flamante adquisición era capaz de reproducir la imagen interior de las personas, pero eso, aunque perturbador, no era lo grave sino el hecho de que me había convertido en un asesino. Por supuesto que me miré, uno por uno, en los demás espejos de mi departamento y el efecto fue el acostumbrado: si bien reflejaban las ojeras y el cansancio que provocaban en mí las pesadillas, no detecté en mi rostro otra anormalidad que no fuera esa.
Por esos días recibí varias llamadas de una señora, llamada Espíritu, que me solicitaba una entrevista en casa. Lucy, mi secretaria, me informó que se había mostrado bastante prepotente y que insistía en reunirse conmigo cuanto antes. Traté de indagar cuál era el motivo de tan impostergable encuentro, pero se limitó a decirme que sólo hablaría conmigo en forma personal. Finalmente me ganó por cansancio y nos reunimos. Debo decir que nunca antes me había cruzado con una persona más desagradable, no en su tipo físico o apariencia personal sino en sus modales y agresividad a flor de piel. Tenía una forma de mirar muy provocativa y hablaba como quien es dueño absoluto de la verdad. Pero no perdamos tiempo en gente que no lo merece; concretamente, la razón de su visita era verificar su legitimidad y recuperar el espejo que había pertenecido a su familia por incontables generaciones; estaba dispuesta a pagar lo que fuera necesario. Debo reconocer que, a pesar de su mala educación, intenté tener una conversación civilizada con la insufrible señora; si realmente me estaba hablando con la verdad, era la oportunidad de conocer la historia del espejo que tanto me intrigaba. Pero no hubo caso, se limitó sin rodeos al trámite para el que estaba allí conmigo y acudió a todo tipo de estratagemas en su afán de concretarlo; su único objetivo era comprarme el maldito espejo que, aunque me estaba complicando la existencia, no tenía en mis planes vender. En menos de quince minutos la había despedido y solicitado enérgicamente que no me volviera a molestar; tal fue el tono de la conversación.
No conforme con la claridad de mis palabras, siguió llamándome con una perseverancia casi demencial pero, consecuente con mi postura original, jamás la volví a atender.
Para colmo de males, la relación con mi mujer no era la ideal, ya que mis puntuales pesadillas le impedían dormir normalmente; a sus pedidos de explicaciones, le contestaba con evasivas y asegurándole que al despertar no recordaba nada; si le contaba la verdad me tomaría por loco. Como toda respuesta, se limitó a levantar sus “petates” e instalarse a dormir en el cuarto de huéspedes.
Llegó un momento en el que a los problemas familiares se fueron sumando dificultades de toda índole; si no hacía algo rápida, mi vida quedaría definitivamente aniquilada en muy poco tiempo. Decidí contactar al dueño anterior del espejo quien, como recordarán, estaba preso. Si le había sucedido lo mismo que estaba viviendo yo eran obvios los motivos de su presidio; y obvio también mi destino tras las rejas. La primera parte de su relato no difirió en lo más mínimo de mi experiencia presente y el “modus operandi” de ambos asesinos coincidía hasta en sus más mínimos detalles. Luego de mucho analizar las cosas llegamos a la conclusión de que la única forma de terminar con los homicidios era destruyendo el espejo, solución esta que mucha gracia no me hacía; pero deshacerme de él vendiéndolo o restituyéndolo al galpón policial, implicaba el riesgo de trasladarle el espeluznante problema a otra persona y el infierno por el que estaba pasando no se lo hubiera deseado ni a mi peor enemigo. Pensé llevarlo al campo y archivarlo en algún galpón, pero ¿qué sentido tenía conservarlo si no lo iba a poder exponer a la admiración de entendidos, a la curiosidad general o, simplemente, para alimento de mi vanidad de coleccionista?.
Por fin, una fría mañana de agosto, en mi chacra de San Andrés de Giles, herencia de mis padres, y bajo una espesa humareda, el diabólico espejo quedó reducido a cenizas. Como era de esperar, los asesinatos (tanto reales como oníricos) cesaron para siempre; pero esta historia, que creí concluida, no tenía intenciones de terminar por ahora.
El fuego se llevó mis pesadillas pero comencé a tener sueños muy extraños que, aunque me permitían dormir bien toda la noche y descansar sin problemas, me perturbaban lo suficiente como para tenerme gran parte del día pensando en ellos. No pasó mucho tiempo sin que concluyera que durante las noches estaba pasando por una experiencia de viajero onírico por el Infierno. Ante lo insólito de mi descubrimiento, decidí llevar un diario muy detallado de todo lo que recordaba al despertar cada mañana. Si bien había leído a Dante Alighieri en mi juventud, me puse como rutina releer “La Divina Comedia” para ir comparando su infierno con el que se iba presentando noche a noche en mis sueños. El resultado fue sorprendente: uno y otro eran de un parecido increíble, sobre todo en lo que respecta a su división en nueve círculos concéntricos. Me pregunté una y mil veces qué era lo que estaba sucediendo, pero no encontré respuesta; mis imágenes del Infierno eran tan vívidas que me costaba diferenciar entre descanso y vigilia.
Mientras tanto, seguía obsesionado con mi diario, el cual ya llenaba hojas y más hojas de tenebrosas descripciones. Pensé seriamente en transformarlo en un libro, mas su similitud con lo escrito por Dante me desalentó enseguida.
Entonces, y sin proponérmelo, comenzaron a surgir en mis viajes nocturnos situaciones que le darían a mi versión un matiz diferente: noté con regocijo que podía conversar con los moradores del Infierno como lo había hecho Dante en su Divina Comedia; hasta ese momento, sólo me había limitado a mirar sin lograr conversación alguna, a pesar de mis intentos. Lo que se inició como breves charlas intrascendentes con desconocidos, se fue convirtiendo en una búsqueda obsesiva de personajes históricos para entrevistar; había encontrado la forma de diferenciarme de Dante y de aportar una visión actualizada del temido Infierno. Uno a uno se fueron sucediendo en mis maratónicas noches los más variados reportajes; cual consumado periodista fui desnudando con mi afilada pluma a los más malvados hombres de la historia Universal: Enrique VIII, Robespierre, Rosas, Jack “El Destripador”, Hitler, Charles Manson y tantos otros fueron pasando por esa galería del terror que parecía no encontrar fin.
Si bien no tenía manera de medir la duración de mis estadías en los pagos de Lucifer, era evidente que disponía de más tiempo del que había tenido (48 horas duró su presencia en el Infierno); ello me permitió extensos reportajes que Dante no había aportado en su clásico libro. Por otro lado, casi siete siglos más de avance de la humanidad agregaban a mi viaje una cantidad y diversidad de malvados que enriquecían notablemente mi historia pero, por mucho que mi imaginación volara y mis ambiciones desmedidas proyectaran, mi sorpresa fue mayúsculo cuando me enteré que Alighieri moraba en el Infierno. Fue su antiguo maestro, Brunetto Latini, quien me dio la información; aunque no me quiso decir nada acerca de su paradero.
Dicha noticia cambió totalmente mis planes; ya no le daría prioridad a Judas, Caín y Lucifer, últimos personajes a quienes planeaba entrevistar como cierre de mi obra maestra de la literatura. Mi objetivo principal pasó a ser encontrar, como fuera, a mi admirado Dante. Hasta allí, no había tenido dificultades en hallar uno a uno a quienes me propuse reportear, sólo había bastado con preguntar y preguntar hasta dar con quien tuviera la información correcta; pero en el caso de Alighieri, pasaba el tiempo y no aparecía ninguna pista que me permitiera reunirme con él. Nadie, absolutamente nadie, se animaba a decirme nada; aunque fueron varios los que me confirmaron su presencia en el Infierno. Para mi desconcierto, a medida que iba descendiendo hacia Lucifer, la sensación de que me estaba acercando al poeta era cada vez mayor.
Finalmente, y luego de mucho andar, arribé al centro de la Tierra, más exactamente al cuarto recinto del noveno círculo; último lugar en el cual hubiera imaginado encontrar a Dante. Aunque parezca increíble, por primera vez en mis viajes, lo que tuve ante mis ojos no guardaba el más mínimo parecido con lo descripto en La Divina Comedia: se trataba de un lugar paradisíaco cuyo nombre, en lugar de la Judesca, era la Dantesca. Los paisajes que tuve ante mis ojos superaban cualquier cosa que hubiera visto hasta entonces. Curiosamente, no encontré casi almas en mi camino, solo algunos pocos labradores que me indicaron como llegar a la casa de Dante. Aunque no lo crean, éste último y Lucifer vivían bajo el mismo techo, lo que albergó en mí la ilusión de entrevistarlos a ambos.
El inmenso palacio en el cual convivían comenzó a divisarse a la distancia, unos cuantos kilómetros antes de llegar a él. Una vez en su imponente entrada fui recibido por un impecable lacayo que me hizo pasar y, sin preguntarme nada, desapareció misterioso. Sentado en un cómodo sillón, contemplé extasiado la magnificencia del salón en el cual me encontraba; jamás había estado en un lugar como ese y, por mucho que hiciera memoria, no recordaba haber visto tantas obras de arte reunidas en un solo ambiente.
Absorto en mis cavilaciones fui sorprendido por el mismo sirviente y, disculpándose por la tardanza, me hizo pasar a un enorme escritorio informándome que el señor Alighieri me había estado esperando y me recibiría gustoso. Mientras aguardaba al dueño de casa, recorrí con la mirada el enorme recinto; al igual que en el salón del que venía, el mobiliario y ornamentación en general eran impresionantes y desbordaban mi alucinada visión. Hasta ese momento me había considerado un experto en antigüedades y obras de arte, pero lo que tenía ante mis ojos superaba ampliamente mis terrenales conocimientos. Ante la demora de mi egregio anfitrión, me levanté de mi cómoda silla y caminé admirado por el interminable ambiente; a cada paso descubría un mueble, un adorno, un cuadro......, que me dejaban con la boca abierta y elevaban mi incredulidad a límites insospechados. Mi recorrida me fue llevando hacia un extremo del lugar y me encontré frente a una puerta abierta que comunicaba con un largo pasillo; me introduje en él y caminé hacia uno de sus extremos. A medida que avanzaba iba asomándome a los distintos dormitorios que daban a él. De pronto, una imagen fugaz me empujó a volver sobre mis pasos; volví a atisbar en el interior de la última habitación mientras los latidos en mi corazón se aceleraban. Estaba oscuro pero lo vi, mis ojos se posaron en lo que mi natural sensatez se negaba a ver como real. Me acerqué aterrado, pasé mi mano sobre su marco, me miré reflejado en él:.......................era mi espejo.
Datos del Cuento
  • Categoría: Sueños
  • Media: 6.13
  • Votos: 67
  • Envios: 1
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