Caía un aguacero abominable y me encontraba escampando bajo un techito irregular de una caseta de vigilante. No logré llegar a un mejor lugar y estaba atrapado debido a la irreparable fobia que le tengo a la inesperadas lluvias que a veces se tragan a esta ciudad. Mientras trataba de inventarme infructuosamente algún embrujo que interrumpiera la tormenta, me detuve a observar cómo los riachuelos improvisados que bajaban por las calles se llevaban a cuanto insecto y pequeña alimaña caía entre su cauce y moría ahogada bajo mis zapatos que ya empezaban a empaparse. La poca gente que pasaba corría como huyendo de sus enemigos, y los que no, daban una implacable muestra de lo que se conoce como: ser precavido. Portaban paraguas o sombrillas que en otrora, alguno de sus padres les obligaba a llevar cuando el sol era irremediable y sólo conseguían sonreír, como símbolo de una inexpugnable victoria, cuando se daban cuenta que una vez más llovía sin ninguna razón. Nada me detenía a pensar en cosas tan inútiles como cuantos galones de agua han caído hasta este instante o por qué mi perro puede lamerse las bolas y yo no, o simplemente, por qué no para de llover, hasta el momento en que ella pasó, iba radiantemente húmeda y parecía que disfrutaba del agua que bajaba por sus costados, llevaba una blusa clara que levemente transparenta incluso hasta su alma, su cabello negro crespo soportaba gotitas de agua que brillaban antes de reventarse. Su rostro imaginaba una tarde de verano lejos de aquí y sus ojos suponían un invierno justo en este lugar. Parecía que algo le dolía pero muy en el fondo, quizá, en aquel lugar donde uno pone las cosas que alguna vez le fueron útiles y que ahora sólo son residuos tóxicos mentales que asesinan lentamente. Dobló la esquina y yo traté de vencer mi fobia para correr detrás de ella, los insectos seguían muriendo y la gente ya no corría, sólo pasaban seres resignados a estar mojados hasta la médula por que papá o mamá no les obligaron a llevar siempre la sombrilla. Ella en cambio, parecía recibir el agua sobre sus hombros como si eso le ayudara a desaparecer la carga que llevaba ahí. Me le acerqué un poco mientras caminábamos tan lento que el agua ya asemejaba una larga y eterna cortinilla que habría que separar del frente para poder seguir. Su cara estaba bañada de pequeños lunares como un reguero de chips de chocolate en aquella tez blanca y perfecta. Sus manos, sus manos no las vi, pero podría jurar que son de esas manos que no perdonan la inutilidad y se empeñan en descifrar la eficiencia de las cosas, algo así como una creadora ineludible de formas y estructuras. Salté hacía un costado porque todo lo que maquinaba mi mente me empezaba a asustar. Me detuve y dejé que pasara, se alejó tan lentamente que por un momento creí que estaba esperando que mi estupidez cesara y simplemente actuara, pero no, caí bajo una saliente de un edificio a esperar que por fin dejara de llover. A lo lejos, ella miró hacía atrás, yo ya no estaba. El miedo me llevó entre su cauce y fui a morir bajo los zapatos de alguien.