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Desde hacía unas semanas la madriguera era un completo desorden. Después de la muerte del rey, todas las ratas se habían olvidado de sus responsabilidades y consumían los recursos que con tanto esmero habían almacenado durante el verano para pasar el invierno. En la plaza un gran ajetreo tenía lugar. ¡Un nuevo rey. Queremos un nuevo rey! clamaban unas ratas. ¡De eso nada. A-nar-quía!, vociferaban otras vistiendo unos trapos rojos que habían encontrado en la basura.
Mientras tanto, las ratas que no gustaban de pensar ni planear soluciones políticas arrasaban con los almacenes. La comida se acababa y todavía no llegaban a un acuerdo. Y llegado un punto de desequilibrio tal las ratas anarquistas comprendieron que las demócratas no darían el brazo a torcer y que la cosa se pondría cada vez peor; entonces decidieron ceder con una condición. Que a ellas se les permitiera vivir en un pequeño terreno sin gobierno, donde establecieran entre todos una convivencia feliz, sin normas más que las impuestas por la propia naturaleza. Si al cabo de un año esto no daba resultados unificarían el terreno y mandaría el otro grupo. Pero si funcionaba, la madriguera entera abrazaría el anarquismo. Las demócratas estuvieron de acuerdo.
Al cabo de un año volvieron a reunirse para comprobar cuál de los dos experimentos había resultado más eficiente. Comenzaron las ratas con su estado democrático, contando anécdotas divertidas y demostrando que todo iba en orden: había comida en los almacenes, un cierto orden y toda una sociedad que funcionaba bien. A las anarquistas les resultaba difícil abastecer a todo el grupo; la comida que tenían les alcanzaba a gatas, y si el verano se atrasaba un poco en llegar, sabían que tendrían que pasar hambre. Por otro lado, la libertad de la que todas disfrutaban hacía que la convivencia fuera feliz y que existiera un bonito compromiso de grupo.
Terminó la reunión y las demócratas demostraron que la felicidad no daba de comer y que en lo que hacía a organización y distribución de los alimentos su grupo había sabido superar mejor el reto. Las anarquistas se fueron a sus casas para disfrutar de una última noche de libertad, antes de que ese trocito de tierra fuera alienado al resto del territorio. Pero fue entonces cuando una de ellas llamó la atención de sus hermanas: en un rincón del territorio había un montón de ratas muertas de hambre y sufriendo toda clase de necesidades.
Cuando se acercaron para preguntarles qué les ocurría, expresaron: ‘La comida no es suficiente para todas y el gobierno decide quiénes la merecen y quiénes no. Nosotras hemos sido rechazadas y estamos destinadas a morir de hambre’.
Al día siguiente, cuando las ratas demócratas intentaron ocupar el territorio de las anarquistas; éstas se habían amotinado y les impidieron avanzar. Aunque el sistema de las otras era más sólido, ellas no se darían por vencidas: al menos conservarían su pequeño territorio libre.
Desde entonces continuaron viviendo así. A un lado un territorio en democracia, con cada vez más ratas aisladas; y enfrente, un grupo de ratas felices que se turnan para conseguir el alimento. Y, cuando éste escasea, no hay privilegios: reparten así alegrías y tristezas y gozan de vidas longevas y divertidas.
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