A pesar de los últimos y agonizantes rayos de sol, el calor sofocante se filtraba por todos los recovecos de la ciudad, salvándose únicamente de aquél castigo infernal, los oasis auspiciados por los aires acondicionados y los climatizadores. Bajo el cielo purpúreo del anochecer, en la ciudad dormitorio se alzaban bloques de hormigón que brotaban, sin un orden aparente, de un suelo cada vez más costoso y, al mismo tiempo, más yermo. La luz artificial empezó a sesgar la oscuridad que lenta e inexorablemente se cernía sobre el barrio, privando a los habitantes de aquellos monolitos verticales, la visión del manto de estrellas del firmamento.
Las cocinas eran ahora las protagonistas de la noche. Sartenes y ollas se convertían en el centro de atención de miles de habitantes de aquel hormiguero humano. Alejandra, con un derrame en su ojo izquierdo y con los labios ensangrentados, preparaba la cena para su hija Inés y para su marido Ignacio. Las lágrimas afloraron irremediablemente, dificultando la visión de los objetos que la rodeaban. La mujer se recogió el pelo rizado con una goma elástica y escupió sangre en la pila. Su corazón palpitaba con fuerza y, una cada vez mayor sensación de ahogo se apoderaba de ella. El sudor afloraba en su flaco y lánguido cuerpo. El calor era asfixiante. Se sirvió un vaso de agua y sosteniéndolo con la mano temblorosa, empezó a beber lentamente.
Algo frío e inhumano rozó levemente su espalda desnuda. El vaso se precipitó al suelo rompiéndose en mil pedazos, desparramando el agua sobre las grises baldosas.
–Mala puta, si no eres mía, no serás de nadie, te voy a matar –Murmuró pausadamente Ignacio al mismo tiempo que apuntaba con una escopeta de caza la espalda de la mujer.
Las piernas de Alejandra apenas sostenían su castigado y debilitado cuerpo. No podía casi respirar, era incapaz de articular palabra alguna. Su mano derecha se apoyó sobre el frío mármol de la cocina, cerró los ojos sumergiéndose en la oscuridad y esperó a que el verdugo ejecutara su voluntad.
Un grito desgarrador de Ignacio a espaldas de Alejandra hizo que la mujer abriera los ojos. Ella esperaba oír un disparo y caer muerta en ese instante, pero aquel aullido de animal herido la sacó de su maléfico letargo. Alejandra se dio media vuelta y con espanto vio a su marido intentando extraer una navaja suiza clavada en su pie izquierdo, al mismo tiempo que gritaba y maldecía. El arma de fuego estaba tendida en el suelo, y detrás de Ignacio, la pequeña Inés gravaba la escena con una cámara digital, sosteniendo el artilugio con sus manos manchadas en sangre. La madre observó de hito en hito la escena; el padre intentando sacarse el cuchillo de su pie y la hija filmando aquel horror. Ignacio se vio incapaz de liberarse de la navaja, optó por volver a coger la escopeta, y fue entonces cuando un golpe seco y metálico en su cabeza, le dejó inconsciente en el piso de la cocina.
Alejandra, aún con el cazo en la mano, observó los ojos negros y vidriosos de la niña. Inés, la pequeña de once años, dejó la cámara en el suelo y corrió hacia la madre llorando, buscando refugio en los brazos de la mujer.
-No serás una más, no serás una más… -Dijo entre sollozos la niña.