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Categoría: Históricos

Leyenda del fuego

Hace muchos años en el pueblo de los huicholes no tenían el fuego y, por ello, su vida era muy triste y dura. En las noches de invierno, cuando el frío descargaba sus rigores en todos los confines de la sierra, hombres y mujeres, niños y ancianos, padecían mucho.

 

Las noches eran para ellos como terribles pesadillas y no había más que un solo deseo: que terminaran pronto para que el sol, con sus caricias bienhechoras, les diera el calor que tanto necesitaban.

 

No sabían cultivar la tierra, no conocían ninguna industria. Sus habitaciones eran cuevas o simplemente en los huecos de los árboles o en sus ramas formaban sus hogares. Vivían tristes, muy tristes; pero había muchos animales que estudiaban la forma de hacerlos felices.

 

Un día cayó un rayo y provocó el incendio de varios árboles. Los hombres vecinos de los huicholes, y enemigos de ellos, aprisionaron el fuego y no lo dejaron apagar. Para ello nombraron comisiones que se encargaron de cortar árboles para saciar su hambre, porque el fuego era insaciable devorador de plantas, animales y todo lo que se ponía a su alcance.

 

Para evitar que los huicholes pudieran robarles tan grandioso tesoro, organizaron un poderoso ejército y siempre mantenían guardianes de día y de noche.

 

Varios hombres hicieron el intento de robarse el fuego, pero murieron acribillados por las flechas de sus enemigos; otros cayeron prisioneros y fueron arrojados al fuego.

 

Al estar en una cueva, el coyote, el venado, el armadillo, la iguana y el tlacuache tomaron la decisión de proporcionar a sus amigos tan valioso elemento.

 

Por sorteo fueron saliendo uno a uno; pero, al ser sorprendidos por los vigilantes, murieron sin lograr su propósito. Sólo quedaba el tlacuache. Éste, decidido a ayudar a sus amigos, se acercó al campamento y se hizo bola. Así pasó 7 días sin moverse, hasta que los guardianes se acostumbraron a verlo.

 

En este tiempo observó que, casi siempre, con las primeras horas de la madrugada, todos los guardianes se dormían. El séptimo día, aprovechando que sólo un soldado estaba despierto, se fue rodando hasta la hoguera. Al llegar, metió la cola y una llama flamante iluminó el campamento. Con el hocico tomó un pequeño tizón y se alejó rápidamente.

 

Al principio, el guardia creyó que la cola del tlacuache era un leño; pero cuando lo vio correr, empezó la persecución.

 

Millares de flechas surcaron el espacio y varias de ellas dieron al generoso animal; éste, al verse moribundo, cogió una braza del tizón y la guardó en su marsupia, su bolsa. Pero los perseguidores lo alcanzaron, apagaron la flama que había formado su cola y lo golpearon sin piedad, hasta dejarlo casi muerto.

 

Después se alejaron lanzando alaridos terribles y pregonando su victoria, mientras sus compañeros danzaban alrededor del fuego. Mientras tanto, el tlacuache, que había recobrado el sentido, se arrastró trabajosamente hasta el lugar donde estaban los huicholes y allí, ante el asombro y la alegría de todos, depositó la brasa que guardaba en su bolsa.

 

Rápidamente el pueblo levantó una hoguera, cubriéndola con hierbas secas y ramas de los árboles. Y después de curar a su bienhechor, bailaron felices toda la noche.

 

El generoso animal, que tanto sufrió para proporcionarles fuego, perdió el pelo de su cola; pero vivió contento porque hizo un gran beneficio al pueblo de sus amigos.

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