Martín llevaba tres días trabajando en el aserradero. No había podido pasar las pruebas físicas de los exámenes a policía local y el esfuerzo de todo un año estudiando políticas, geografía, legislación y mil temas más, se había perdido por culpa de tres míseros segundos en la carrera de los cien metros. La verdad sea dicha: se había preparado poco; y con veintiocho años cualquier momento es bueno para que tu cuerpo te juegue una mala pasada; cuanto más, para competir en pruebas pensadas para chavalones de dieciocho.

No es que fuera el trabajo de policía el sueño de su vida, jamás se le oyó siquiera desearlo ante los amigos en el bar -el único sitio donde se sinceraba-, pero Martín, sentía que esa era la última oportunidad de hacer algo provechoso con su vida, y no quería volver a defraudar a sus padres. Estos eran personas influyentes en el pueblo; lo habían tratado desde pequeño como un fracasado y para ellos era una deshonra para la familia: nunca estuvo a la altura de lo esperado en los estudios, en sus novias o en sus trabajos, todo agravado por ser él, hijo único.

Tomás, su mejor amigo, le había conseguido un puesto de aprendiz en una de las naves de producción del aserradero del pueblo. El trabajo era duro y el salario aún más, pero no veía otro camino más que comenzar a ganar algo de dinero y liberarse un poco de la presión de sus padres, a los que aún no les había dicho nada sobre su nuevo oficio. Temía ser objeto del desprecio al que le tenían acostumbrado, y más ahora, que se había convertido en un simple ‘quitamierdas’ en el aserradero. Sin embargo, no se desenvolvía mal, estaba en el grupo del propio Tomás y tenía asignada una máquina de corte, grande, ruidosa y con mucho trabajo diario. Con dos cepillos de pelo duro, una rasqueta enfundada en cintura y un spray de aceite, se arrastraba como una lombriz huidiza por entre los huecos rebuscando restos de madera de pino y roble, recogiendo los serrines y las virutas y limpiando y haciendo relucir los engranajes, discos y cintas de su máquina. Cuando el capataz gritaba: “Maderas en línea, encendemos una, dos y tres”, Martín devolvía el rutinario: “Limpieza en la dos y saliendo”, colocándose justo en la transportadora de entrada de los grandes troncos, dirigiéndolos, más bien, centrándolos hacia la glotona entrada de la máquina. Devoradora, inapelable, justiciera, una gran sierra circular dentada, girando a gran velocidad, emitía un silbido casi silencioso, como si llamara a los troncos para partirlos en mitades, despidiendo nubes de polvo que hacían del corte un espectáculo que dejaba a Martín extasiado, drogado y medio sonriente mientras se quedaba mirando el despiece de las maderas e imaginaba Dios sabe qué ..., hasta el punto que a veces, Tomás tenía que llamarle la atención para que volviera al trabajo.

Y ya llevaba tres días. Era viernes, y los viernes se reunía con sus padres en la vieja casona de las afueras, herencia familiar, que usaban para cenar y charlar sobre lo que acontecía en el pueblo y a ellos mismos, observados por las fotos colgadas en la pared de sus ilustres antepasados.

- ¿Por qué estás tan sonriente esta noche, Martín? -preguntó su padre.

El hijo, que en realidad estaba exultante, terminó de tragar un último bocado de pan con queso fresco, y mirando alternativamente a padre y madre dijo:

- Tengo una muy buena noticia que daros.

- Sería la primera que nos dabas en mucho tiempo - le interrumpió su madre mirándole por encima de las gafas mientras se acercaba la cuchara a la boca.

- Me ha salido un trabajo - prosiguió Martín -, en realidad es un negocio, un negocio muy próspero, que os dejará partidos por la mitad de la emoción...

Los padres de Martín se miraron, dejaron los cubiertos sobre la mesa y acertaron a decir al unísono:

- ¿Un negocio?, ¿qué clase de negocio?

- A partir de ahora estaréis muy orgullosos de mí. Os explico: una importante empresa de fabricación de muebles está dispuesta a comprarme toda la madera de roble de primera calidad que sea capaz de suministrarles. Para ello, todas las noches, seleccionaré los mejores troncos que lleguen al aserradero y los apartaré para mí, comprándolos al mejor precio posible. Una vez salgan de la producción se los suministro a dicha empresa y listos. Precisamente esta noche apartaré el primer pedido serio que me hacen, por lo que me haría muchísima ilusión que me acompañárais a marcar las maderas y a comprobar como vuestro hijo ha decidido devolver a la familia el orgullo que le robó.

Tal capacidad empresarial había desbordado cualquier expectativa de los padres de Martín, por lo que, atónitos, le acompañaron al aserradero para ver como su hijo salía de su mediocridad por la puerta de los negocios. En sus caras se veía una mezcla de alegría contenida y de arrepentimiento por haber pensado durante mucho tiempo que era un inútil.

Llegaron al aserradero en diez minutos y una vez allí, aparcaron su coche, un viejo jaguar familiar, frente a la pila de troncos situados en la parte trasera del almacén, al pie de la cinta transportadora. Martín, con la cara brillante y la sonrisa desencajada, gritó:

- ¡Papá, Mamá! ¡Elegid cada uno un tronco, uno que merezca la pena, que lleve el orgullo familiar hacia el aserradero!

...

A la mañana del día siguiente, Martín tuvo que levantarse una hora antes para trabajar porque la máquina dos, su máquina, se había ensuciado más de la cuenta.

“Limpieza en la dos y saliendo”