Lisa mira el techo, tendida boca arriba en su cama, observa el infinito universo de puntos que le proporciona el gotelé pintado. Mientras piensa en la última semana que solo le ha deparado disgustos, preocupaciones y un terrible miedo a seguir adelante, este tiempo que ha propiciado unas ganas de parar la maquinaria y bajarse, desengancharse del tren que la ha llevado hasta ahora.

Al principio, mientras escuchaba una terrible verborrea del médico, en ese idioma ininteligible que todos tememos tantos, no se había preocupado, ¿para qué por algo que le sonaba a chino?, luego, tras ver su cara anonada y confusa, el doctor se sentó a su lado, y procedió a hablar en cristiano. En ese momento estaba pensando si el procedimiento normal era ese, si a todos los licenciados en medicina les dan un curso para que primero te cuenten las cosas en “marciano” y luego, con un poco de psicología y tacto, te lo explicasen en “latín”.

Levantándose, temblorosa por lo que creía haber escuchado, se recompuso su falda de gasa, arrugada por los retortijones que le había propinado las nerviosas manos, miro a lo ojos al galeno y dijo: Bien, supongo que todo esto significa una intervención rápida, pues…¿a qué esperamos?.

Tras unos cuantos papeleos, ventanillas de funcionarios y sellos impuestos de una planta para otra, se encontró en la calle, confusa, mirando a ambos lados de la acera, cualquier transeúnte aseguraría que estaba esperando a alguien, pero no, estaba sola, sola en una ciudad demasiado grande, con edificios demasiado altos para lo pequeña que ella se sentía.

Sin saber como y tras un par de transbordos en un abarrotado metro, llegó a casa, descolgó el teléfono e instintivamente marcó el número de su madre, de casa, solo con oír el tono sentía ese calor que echaba tanto de menos, que tan a menudo la hacía llorar al verse superada por todo lo que la había rodeado, aún así salía de ello, pero esta vez no, era demasiado, la determinación que había mostrado en la consulta empezaba a desmoronarse como un castillo de naipes soplado por una infantil boca.

Mamá? Voy para casa mañana. En esas veinticuatro horas, donde el sueño no existió, las lágrimas manaron cual manantial intemporal y las uñas fueron fugazmente destruidas por los dientes, tuvo tiempo suficiente de pensar como lo contaría, que podría decir a quien le dio la vida para contarle que no quedaba mucho.

Fue muy rápida y directa, con calma, cautela y escogiendo las palabras, hizo un cuadro general de lo que la pasaba y cual era la solución, pero el corazón traiciona y el ver las lágrimas cual flores a punto de abrirse en los ojos de su madre, hicieron volver a caer el castillo y confesar. Confesar que algo no marchaba bien, que todo era peor de lo que contaba.

Tras una hora sin hablar, refugiada en el regazo de su madre, intentando volver a donde empezó a ser, protegida por un ser al que veneraba, subió a su antiguo cuarto, que seguía siendo una fotografía de aquella niña de quince años que salió de casa para estudiar, tiró la maleta y se tumbó en la cama, absorta en como disfrutar de lo que queda, porque sabía que lo que habían propuesto solo era un parche, mientras empezó a contar los puntos del techo.

Siddharta.

Para R. que la debo una explicación, que todavía no he abierto el correo porque no me quiero encontrar con sus reproches justificados y para la protagonista de este cuento, que podrá con todo y que siempre podrá contar conmigo.