Para Floppy Romero
"Tus muertos vivirán; sus cadáveres resucitarán. ¡Despertad y cantad, moradores del polvo! Porque tu rocío es cual rocío de hortalizas, y la tierra entregará sus muertos".
Isaías 26:18-20
Esta noche quiero hablarles sobre la humanidad, sobre la gloria y la decadencia de todos los seres humanos. Estoy algo borracho, así que sabrán perdonar mis posibles exabruptos, mis pensamientos quizás algo fuera de foco, pero es que tengo motivos para estarlo. Esta noche se cumplen cuarenta años de aquello que todos, incluso los más jóvenes que no lo vivieron, llamamos “La noche del Exilio”. La noche en que todos los muertos de la tierra revivieron y nos atacaron a nosotros, los que quedábamos vivos, arrojándonos a un mundo de tinieblas y miedo y precariedad. Cuarenta años. Ahora soy uno de los más viejos de la tribu, y puedo contar en primera persona lo vivido en aquellos días aciagos. Lo haré ahora mismo, a la luz de las velas, escribiendo a mano sobre un papel amarillento. Lo haré antes de quedar sin fuerzas y sin memoria. Lo haré sobre todo para recordar: recordar la gloria que vivimos, y la decadencia en que nos sumimos, y anticiparme a la probable extinción del ser humano.
Pero primero déjenme beber otro trago. No podría hacerlo de otro modo. Mierda, cuarenta años ya.
Hace cuarenta años…
Hace cuarenta años yo tenía diez, y asistía al colegio Nuestro Sagrado Corazón del Partido de Lima, Buenos Aires.
No hubo nada que anticipara el fenómeno. No hubo guerras nucleares, ni escapes radiotóxicos, ni siquiera un solo ataque químico de uno de esos países árabes donde al parecer era costumbre rociarse con napalm o el tristemente célebre “agente naranja”. No hubo absolutamente nada. Sólo fue un despertar. Un brusco y violento despertar: el de los muertos.
Al parecer, simplemente salieron de la tierra, y de las bóvedas, y de las morgues de hospitales donde acababan de morir. Algunos, como en ciertas películas, caminaban y se movían con una lentitud de pesadilla: estos eran los más ancianos, y los que se encontraban en tan avanzado estado de descomposición que les era imposible moverse más rápido. Otros, los que habían fallecido recientemente, podían correr y sus músculos y huesos estaban intactos, por lo que hicieron mucho daño y sembraron la muerte en derredor. El ataque fue tan devastador que la humanidad apenas atinó a defenderse. Yo en ese momento me encontraba en el colegio, asistiendo a una de las clases de la profesora Lidia (no recuerdo su apellido), que enseñaba matemáticas. Sí recuerdo que la profesora explicaba los rudimentos de las operatorias de sumar y restar, y su tiza rechinaba sobre el pizarrón aunque a ella parecía no molestarle, cosa que era totalmente natural dado que era un poco sorda. Y luego… se escuchó un grito. Un grito que llegaba desde la calle. Recuerdo que fue así como empezó: con un grito largo, desgarrador, seguido de un silencio que ni siquiera los ruidosos pájaros que anidaban en los árboles de la plaza se atrevieron a interrumpir.
La profesora, mientras tanto, seguía escribiendo sobre la pizarra. Recién se dio cuenta de que algo sucedía cuando volteó su voluminoso cuerpo y nos vio a todos nosotros observando por la ventana. Dijo algo así como:
-Hey, chicos, ¿qué…
Pero luego ella también miró. Y observó lo mismo que nosotros. Observó al tipo vestido con una bata de hospital comiendo el brazo de una mujer que yacía sobre la vereda. La profesora lanzó un alarido, y eso, de alguna forma, nos asustó más que ninguna otra cosa. Alcanzó a decir: “Chicos, apártense de la ventana, apártens…” y luego puso los ojos en blanco y cayó sobre el suelo encerado.
Creo que fue su sobrepeso. Debía pesar más de ciento treinta kilos y su corazón no pudo resistir la espantosa escena. Algunos chicos se acercaron para atenderla, pero otros permanecieron mirando a través de la ventana. Yo estaba entre estos últimos. Miraba cómo el brazo de la mujer se sacudía bajo las feroces mordidas de aquel tipo vestido con bata. Parecía un perro hambriento tironeando y escarbando la carne de un hueso. Cuando algunos chicos empezaron a llorar y a decir que la profesora Lidia estaba muerta, yo apenas los escuché. Sabía que todo aquello recién empezaba. Vi que otro hombre, el verdulero coreano que atendía su negocio en la esquina de la escuela, se acercaba al tipo de la bata y lo golpeaba con una baldosa suelta que había recogido de la vereda. La cabeza del tipo de la bata se sacudió, vi que la baldosa se hundía en su cráneo y lo destrozaba, pero el tipo siguió comiendo el brazo de la mujer como si nada. El verdulero comenzó a gritar algunas cosas incomprensibles, probablemente en coreano, y muy pronto varios hombres que pasaban por el lugar se acercaron a ayudarlo. Mientras se sucedía el forcejeo, la mujer de la vereda se incorporó y mordió la pantorrilla del verdulero coreano. Los gritos volvieron a repetirse, hubo más sangre, y algunos hombres que trataban de ayudar salieron corriendo del lugar. Creo que fue una sabia decisión. En menos de cinco minutos, la mujer con el brazo comido, el tipo de la bata y el verdulero coreano atacaron a docenas de personas, que a su vez atacaron a docenas más que pasaban por el lugar. Los autos que circulaban por la calle tuvieron que detenerse ante el tumulto, y los conductores se vieron asaltados por hordas de muertos que se introducían por las ventanillas y los techos corredizos de los vehículos. Hubo choques, fuego y alaridos. Un niño que paseaba en bicicleta hizo chirriar sus frenos al ver la masacre, y al menos diez cadáveres andantes fueron tras él. El chico hizo un giro de ciento ochenta y grados y salió pitando en contramano: creo que hubiese escapado del Infierno, de no ser por el camión que lo atropelló en la esquina siguiente. El chico voló unos cinco metros y luego cayó descuajeringado sobre el asfalto. Los muertos que lo perseguían se arrojaron sobre él y muy pronto el cuerpo del chico quedó convertido en una pulpa de carne y sangre, que no obstante comenzó a sacudirse y a arrastrarse minutos después.
Mientras tanto, en el aula, mis compañeros habían salido de la parálisis general y trataban de comunicarse con sus padres. Muy pocos lo lograron: como dije, el ataque fue devastador y masivo, casi como una guerra cuidadosamente programada. Yo no tenía padres, éstos habían muerto en un accidente, y eran mis abuelos los que cuidaban de mí. Los llamé varias veces, pero nunca me contestaron. Mi abuelo tenía artrosis en las piernas y apenas podía caminar, y mi abuela veía muy poco con sus gafas, y sin ellas era prácticamente ciega: sus posibilidades de sobrevivir eran nulas. Me quedé un rato sentado en mi asiento, contemplando el horror del exterior, hasta que la directora hizo su aparición en el aula.
Era una mujer fuerte y decidida, y aunque todos le temíamos, sabíamos que se podía confiar en ella. La directora miró el cuerpo inerte de la profesora de matemáticas y supongo que lo comprendió todo, porque no hizo una sola pregunta al respecto. Se paró, en cambio, delante de todos nosotros y con voz autoritaria y segura de sí anunció:
-Chicos, esto no es un simulacro. Es real. Están sucediendo cosas allá afuera. Todavía no sabemos qué, pero es necesario que nos reunamos todos en el salón de actos del segundo piso. Allí estaremos a salvo. Mientras tanto… oooooOOOOOOOO!!!
Su rostro firme y algo petulante se deshizo en una mueca de miedo y dolor. Miró hacia abajo: la profesora de matemáticas había vuelto a la vida, y le había arrancado de un mordisco gran parte de su muslo derecho.
No esperamos a ver el final. Salimos del aula y nos desbandamos. Los corredores de la escuela eran un caos y los chicos lloraban y se tropezaban entre sí. Entonces se escuchó un ruido de ventanales rotos: eran los muertos, que acababan de ingresar por las puertas vidriadas del vestíbulo. Recordé entonces las palabras de la directora, y sin pensarlo un momento, me dirigí hacia el aula diez, donde mi hermano menor asistía a sus clases de Ciencias Naturales. Lo encontré arrebujado en el fondo del salón, llorando junto con otros chicos más. La profesora a cargo hablaba por teléfono a los gritos y se arrancaba los cabellos, sin prestar a sus alumnos la mínima atención. Agarré a mi hermano y corrimos escaleras arriba, justo en el momento en que los primeros cadáveres desataban el pánico en los corredores de la planta baja...
(continuará...)