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Los Moradores del Polvo (II)

Previo: Moradores del Polvo, Parte I



 

-¿Estás bien?- pregunté a mi hermano al llegar al segundo piso.

Mi hermano asintió con la cabeza. Tenía cinco años, pero noté que la vieja costumbre de chuparse el dedo acababa de regresar. Se llamaba Diego y decía no tener ningún recuerdo de nuestros desafortunados padres. Lo abracé y le pregunté si estaba bien, y él como toda respuesta siguió chupándose el dedo. “Estaremos bien”, le dije, esperando que mi tonta frase contuviese algún atisbo de verdad.
   Abajo, en planta baja, los gritos eran estridentes y había ruidos de sillas y muebles que se rompían. Escuchamos unos pasos que subían por las escaleras, y de inmediato nos aprestamos a correr, pero eran unos chicos de tercero o cuarto, todos ellos con sus guardapolvos ensangrentados. Uno de ellos tropezó y yo lo ayudé a levantarse.
   -Vienen hacia aquí- dijo, mirándome con ojos desorbitados. Su pelo largo y rubio le caía hasta los hombros, y tenía una mancha de sangre en sus mejillas-. Debemos cerrar la puerta, antes de que sea demasiado tarde.
   Supe que se refería a la puerta enrejada de las escaleras. La dirección había ordenado colocarla el año anterior, para evitar que los alumnos más pequeños bajasen y tuviesen algún accidente con los escalones. Ahora el segundo piso, debido a un interminable plan de refacciones, estaba en desuso y había polvo y escombros por doquier. Le señalé el ojal de hierro de la puerta, que estaba vacío.

   -No hay candado. Si cerramos la puerta, pero no la aseguramos con el candado, los muertos ingresarán igual.
   El chico rubio me miró con expresión escéptica.
   -¿Cómo sabes que están muertos?
   -Lo sé- me encogí de hombros-. No hay que ser un genio para saberlo.
   -¿Dices acaso que son muertos vivos? ¿Zombis?
   -No sé qué diablos son- reconocí-. Vi que un tipo con una bata de hospital atacaba a una mujer. Y luego la mujer comenzó a atacar a los que pasaban. Y la profesora Lidia…
   En ese momento un estruendo de vidrios rotos ahogó mis palabras. Nos removimos inquietos y el chico rubio me dirigió una mirada aterrada.
   -¿Qué hacemos?
   Dudé un instante, y luego miré a los chicos que me rodeaban. Yo era el mayor, y los demás, incluido mi hermano, me observaban anhelantes, como esperando que asumiera el rol de líder. Yo no era líder, nunca en mi vida lo había sido, pero supe que no había otra opción. Rápidamente señalé hacia los salones abandonados, tratando con desesperación de no defraudar la voluntad del grupo.
   -Ayúdenme a traer los bancos. Cerraremos la puerta y haremos una barricada. Eso quizás los detenga durante un tiempo.
   Nadie me cuestionó la orden. De inmediato nos pusimos manos a la obra. Mientras, escuchábamos los gemidos y los gritos de los alumnos que habían quedado en planta baja, y eso nos alentaba a trabajar más rápido. Por las escaleras aparecieron dos chicos más, de la edad de mi hermano, que apenas podían hablar y lloraban clamando por sus padres. Uno de ellos aún conservaba su mochila, estampada en dibujos de Disney. En total éramos siete alumnos, aunque sólo cuatro de nosotros podíamos trabajar, porque los demás eran muy pequeños y estaban demasiado asustados. Estábamos colocando el primer banco tras la puerta enrejada cuando el primer muerto apareció, arrastrándose por las escaleras. Era un torso sin piernas, con la cabeza destrozada, pero no obstante pude distinguir en sus lastimosos restos al chico de la bicicleta que había sido arrollado por un camión. Lo que quedaba de ese pobre muchacho era un manojo de huesos con carne colgante; aun así, se las arreglaba para avanzar, trepando escalón por escalón. Había perdido la mitad de su cara, y un único ojo, sangriento y sin párpados, nos miraba con una fijeza y lucidez aterradoras.

   Era la primera vez que veía uno de ellos tan cerca, y me di cuenta de inmediato que poseían un resto de inteligencia, que ni siquiera la muerte había conseguido apagar. Creo que eso fue lo más horrible de todo: el hecho de intuir que, detrás de ese cuerpo patético y deshecho, había rastros de una dolorosa consciencia humana.Y si había consciencia, también existía lo demás: dolor, sufrimiento, pena... y también enojo.
   Sobre todo enojo.
   -Ahí vienen- dijo el “Rubio”, echando una mirada escaleras abajo. Y al ver al chico que se arrastraba, su rostro se transfiguró-. Oh, mierda, qué carajo es eso.
   -No perdamos tiempo mirando- grité-. Debemos seguir con el trabajo. Vamos, todavía tenemos tiempo…
   Continuamos armando la improvisada trinchera. Íbamos y veníamos trayendo bancos y pupitres, que sacábamos del aula más cercana. Nuestra actividad era frenética y parecíamos hormigas yendo y viniendo por un camino invisible. Cuando el chico de la bicicleta finalmente logró llegar al final de las escaleras, unos diez o quince minutos después, lo esperaba una respetable barricada formada por bancos, sillas y hasta pizarras, de unos dos metros de alto. Nosotros jadeábamos en busca de aire, y de repente, al ver al chico, dejamos de movernos; había algo de fascinante en sus movimientos lentos y trabajosos, que podíamos ver a través de las patas enmarañadas de los pupitres. Estiró el brazo, el único que le quedaba, y se aferró a uno de los barrotes de las escaleras. Y luego comenzó a trepar. Trataba de llegar al picaporte, lo que confirmaba mi sospecha de que había inteligencia y astucia en ese cadáver destrozado. En un momento sus manos resbalaron y su cuerpo cayó sobre las rejas y un trozo de su cerebro se le desprendió, casi como si fuese mantequilla derretida. Sentí que mi hermano me sujetaba de una mano, y el chico de la mochila de Disney de otra. Les dije algo, tal vez una estupidez como que no tuviesen miedo, aunque es más probable que sólo me hubiese salido un graznido ininteligible. El niño muerto, mientras tanto, había vuelto a la carga. Comenzó a trepar otra vez, y cuando estaba llegando a mitad de camino sus manos ensangrentadas volvieron a resbalar. Lo hizo una y otra vez, siempre con nulos resultados. Mientras tanto, nosotros le observábamos, incapaz de hacer otra cosa.
   No sé cuánto tiempo estuvimos allí, contemplando esa aterradora escena, que era a la vez horriblemente hipnótica y cargada de un cierto grado de sadismo. Cuando finalmente el niño muerto comprendió que jamás podría llegar al picaporte, sucedió algo espantoso: su lengua, parcialmente comida, asomó entre los dientes quebrados y una especie de oscuro lamento surgió de sus destrozadas cuerdas vocales. Era un graznido desconsolado y triste, como el de un animal atrapado en una dolorosa trampa. Su cuerpo, mejor dicho, su torso, se sacudía como víctima de unos sollozos desgarradores, aunque dudaba que aquella cosa pudiese llorar. Mi hermano me tiró de la manga y en un susurro me dijo: “Está sufriendo. Todos ellos lo hacen. Sufren mucho”. Creo que en ese momento estuve a punto de derrumbarme. Pensé en nuestros abuelos, en la casita pequeña pero acogedora donde vivíamos. Mi abuela tenía una colección de ángeles de yeso en el living: pensé que si los muertos habían entrado, debían haber armado un desastre y ahora los ángeles debían estar hecho trizas sobre el suelo. Pero luego comenzaron a llegar más muertos a través de las escaleras, y el miedo regresó a mi cuerpo y me puso en alerta. Éstos, a diferencia del chico de la bicicleta, parecían conservar buena parte de su cuerpo, y me di cuenta de que la barricada se pondría a prueba por primera vez.
   Recuerdo que eran cuatro, tres alumnos y un adulto. Reconocí entre los alumnos a Valeria Marquez, que me había besado en el altillo de la casa de Benja Iriarte durante un juego de la botella. Vi que aquellos labios, que otrora habían besado con dulzura los míos, ahora habían sido arrancados por algún mordisco, y sus dientes perfectamente blancos (aunque ahora ribeteados por el color de la sangre) se encontraban al descubierto, como los de un perro rabioso. El adulto era un hombre corpulento, al que jamás en mi vida había visto, y se abalanzó sobre las rejas con una ferocidad que me heló la sangre. Los otros tres hicieron lo mismo, pisoteando en el paso al chico de la bicicleta, que se seguía arrastrando ciegamente, aunque había dejado de gritar. Las rejas se sacudieron y los goznes chirriaron, aunque aguantaron la primera embestida. Entonces vi que la mano de Valeria, adornada con unas pulseras de plástico fluorescente, se posaba sobre el picaporte y lo accionaba. Se escuchó un clic audible, que resonó con forma de eco en los pasillos vacíos del segundo piso. Al mismo tiempo sentí pisadas detrás de mí: cuando giré la cabeza, vi al “Rubio" y uno de sus amigos correr hacia las profundidades del ala oeste, que permanecía en sombras y sin luz eléctrica debido a las reparaciones. Los chicos que quedábamos retrocedimos un paso y nos preparamos para la huida. Sentía las piernas demasiado flojas para correr, y suponía que los otros debían pensar lo mismo. La próxima embestida de los zombis no sería contra las rejas, que ya habían sido abiertas, sino contra la pila de bancos y sillas que habíamos puesto detrás.
   El segundo ataque no se hizo esperar. Con un agravante: habían aparecido más muertos. Ahora eran más de diez y colmaban la parte superior de las escaleras. Entre ellos estaba la profesora Lidia, que había muerto de un paro cardíaco y luego se había devorado a la directora. Atacaron en forma desordenada, arrojándose sobre la barricada de a uno o a lo sumo de a dos, y creo que eso contribuyó a que no lograran derribarla. La improvisada estructura pareció sacudirse, y una de las sillas que habíamos puesto en lo alto cayó y el respaldo de madera se partió en dos. Retrocedimos otros pasos. Mi hermano y el chico de la mochila me apretaban la mano tan fuerte que había comenzado a sentir dolor, aunque  de alguna forma eso me resultaba extrañamente reconfortante. Volví a mirar hacia atrás, calculando los siguientes movimientos. Era evidente que la barricada los detendría un rato, pero no sería para siempre. Podíamos seguir al “Rubio” o internarnos en el otro pasillo, el del ala norte que conducía a la biblioteca. Ninguno de los dos caminos tenía salida, y no alcanzaba a distinguir diferencias entre uno y otro. Cualquiera de los dos corredores parecía conducir al mismo destino: la muerte. Pero algo debía haber. “Piensa, mierda”, me dije, aunque claro que no era tan fácil hacerlo con esos muertos a escasos metros de nosotros, separados únicamente por una endeble barricada, que seguían atacando sin cesar. “Piensa por tu hermano. Él confía en ti. Debes hacer algo, maldición”.
   Pero no se me ocurría nada. Y ya no podíamos seguir demorándonos. Los muertos seguían llegando y ahora abarrotaban las escaleras en su totalidad. La barricada seguía resistiendo, pero a cada golpe parecía desmoronarse y retroceder un centímetro más. Estaba pensando en ir tras los pasos del “Rubio” cuando mi hermano señaló hacia delante y gritó: debajo de uno de los pupitres de la barricada, sacudiéndose y temblando, había aparecido una mano. Los dedos habían perdido la piel y se veían los huesos y los cartílagos. El niño de la mochila de Disney se soltó de mí y corrió en dirección al ala oeste, pero cuando quise seguirlo, mi hermano me tironeó en la otra dirección.
   -¿Qué haces?- le grité.
   -Por ahí no- dijo, y señaló hacia el pasillo que llevaba a la biblioteca-. Vamos por ahí. Ese es el camino.
   -¿Cómo lo sabes?
   -Vamos por ahí- insistió.
   Sus ojos me dirigían una mirada suplicante. Habíamos quedado cuatro chicos, y todos volvían a mirarme a mí. No lo pensé mucho: sujeté a mi hermano del brazo y corrimos en dirección a la biblioteca.
   Pero antes, no pude evitar echar una mirada hacia atrás: la mano debajo del pupitre había logrado avanzar, y ahora se veía la cabeza, que parecía sacudirse como si quisiera espantarse unas moscas imaginarias. Cuando la cabeza se alzó, como olfateando algo, vi sin sorpresa que era el chico de la bicicleta: su cara había quedado completamente destrozada por los pisoteos, pero sin embargo reconocí aquel ojo único y decidido, que nunca perdería la astucia ni sus ansias de sangre. Ni siquiera con la muerte.
   Ni siquiera con la maldita muerte.
   Corrimos hacia la biblioteca. Estábamos ingresando al lugar cuando escuchamos el estruendo: la barricada había sucumbido, y los muertos venían por nosotros. 
 


(Continuará...) 

Datos del Cuento
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