En la sala trabajaban cerca de veinte personas. Todos miraban hacia abajo y cuchicheaban al teléfono por no levantar el menor ruido. Todos vestían de gris, tanto hombres como mujeres. Nadie se miraba ni se hablaba a menos que fuera estrictamente necesario. Ni siquiera se conocían a pesar de que los más antiguos llevaban varios años allí. El ruido que producían al teclear ya formaba parte del silencio.
Sólo se permitía una visita al lavabo a lo largo del día no superior a cinco minutos, y el que infringía esta norma era devorado por los demás.
También practicaban canibalismo con los que se equivocaban alguna vez, pero hacía años que nadie erraba, eso sí lo sé bien.
La luz natural estaba vetada en aquella siniestra sala, así como el aire puro. Los halógenos y el aire acondicionado se mantenían constantes todos los días del año. Todos sabían que había un superior, pero nadie lo había visto nunca. Se decía que sólo devoraba niños enfermizos. Todos generaban odio.
Recuerdo cuando me llamaron para trabajar allí. Fue una lástima para el encargado de personal, que fue devorado al instante, ya que yo había sido víctima del canibalismo hacía más de siete años.
La verdad es que fue un error disculpable, pues ni siquiera yo me acordaba de que estaba muerto.