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Los dos caminantes

Hubo una vez un sastre y un zapatero que habían salido a recorrer mundo. Cada vez que llegaban a una ciudad, se iban cada uno por su lado a saludar a los maestros de sus respectivos gremios. Al sastrecillo, por su temple alegre, todos lo acogían favorablemente y lo obsequiaban. Al volver a reunirse con el zapatero, su morral era siempre el más repleto. El otro lo recibía torciendo el gesto. Pero el sastre se echaba a reír y partía con su compañero cuanto había recogido.

Llevaban ya bastante tiempo viajando juntos, cuando llegaron a un enorme bosque por el que pasaba el camino de la capital del reino. Había que elegir entre dos caminos: uno que se recorría en siete días, y el otro, en os; pero ellos ignoraban cuál era el más corto. Se sentaron a discutir la situación y considerar para cuántos días debían llevarse pan.

Dijo el zapatero:

—Siempre es mejor pecar por más que por menos; yo me llevaré pan para siete días.

—¿Cómo? —replicó el sastre—. ¿Ir cargado como un burro con pan para siete días? ¿Por qué no hemos de dar con el camino corto? Pan para dos días, y ya está bien.

Y, así, cada cual compró el pan que le pareció, y se metieron en el bosque. Cuando, al tercero vio el sastre que no llegaban al término del bosque y que se había comido toda su provisión de pan, se le cayó el alma a los pies. No perdió el ánimo, sin embargo, confiando en su buena suerte.

Aquella noche se acostó hambriento y, a la mañana siguiente, se despertó con más hambre todavía. Así transcurrió la cuarta jornada; y cuando el zapatero, sentándose sobre un tronco caído, se puso a comer de sus reservas, el otro hubo de contentarse con mirarlo. Al pedirle un pedacito de pan, su compañero se echó a reír burlonamente y le dijo:

— Siempre has estado alegre; también es conveniente que sepas lo que es estar triste.

A la mañana del quinto día, el pobre sastre ya no tuvo fuerzas para levantarse. Le dijo entonces el zapatero:

— Te daré hoy un pedazo de pan; pero, a cambio, te sacaré un ojo.

El desdichado sastre, deseoso de salvar la vida, no tuvo más remedio que aceptar.

Una vez terminado aquel pan que tan caro acababa de pagar, se levantó de nuevo y procuró consolarse con la idea de que con un solo ojo también se arreglaría.

Pero al sexto día volvió a atormentarle el hambre. Al anochecer se desplomó al pie de un árbol, y, a la madrugada del séptimo día, no pudo ya incorporarse.

La dijo entonces el zapatero:

— Te daré otro pedazo de pan a cambio del ojo que te queda.

—Haz lo que quieras —dijo el sastre—. Pero recuerda que en los días prósperos repartí contigo cuanto tuve. Solo te pido que, cuando esté ciego, no me abandones.

El zapatero no se ablandó y le quitó el otro ojo. Luego le dio un pedazo de pan y, poniéndole un bastón en la mano, dejó que el sastre le siguiera.

Al ponerse el sol, salieron del bosque. En un campo de enfrente se levantaba la horca. El zapatero guio hasta ella al sastre ciego y lo abandonó allí, siguiendo él su camino. Agotado por la fatiga, el dolor y el hambre, el infeliz se quedó dormido y no se despertó en toda la noche. Al despuntar el día, se despertó sin saber dónde se encontraba. Del patíbulo colgaban los cuerpos de dos pobres pecadores, y sobre la cabeza de cada uno se había posado un grajo. Y he aquí que los dos ajusticiados entablaron el siguiente diálogo:

— ¿Velas, hermano? - preguntó uno.

— Sí - respondió el otro.

— Pues en este caso voy a decirte una cosa —prosiguió el primero— y es que el rocío que esta noche nos ha caído encima, desde las horcas, devuelve la vista a quienes se lavan con él.
Si lo supiesen los ciegos, recobrarían la vista muchos que ahora lo creen imposible.

Al oír esto el sastre, sacó el pañuelo y lo apretó sobre la hierba, que estaba empapada de rocío; y se lavó con él las cuencas vacías. Al instante se cumplió lo que acababa de decir el ahorcado.

Cargándose luego el hato a la espalda y olvidándose de las penalidades sufridas, el sastre reemprendió la ruta cantando y silbando.

Vio un potrillo y se quiso subir a él. Pero el potrillo le pidió que le dejara libre, pues era aún muy joven. El sastre accedió y siguió caminando.

Pero el sastre no había comido nada desde la víspera.

—Lo primero que encuentre y sea comestible, me lo comeré —dijo.

Al poco vio una cigüeña.

—¡Alto!— gritó el sastre agarrándola por una pata—. No sé si eres buena para comer, pero mi hambre no me permite escoger. No tengo más remedio que cortarte la cabeza y asarte.

—No lo hagas— respondió la cigüeña—, pues soy un ave sagrada. Si respetas mi vida, tal vez algún día pueda recompensártelo.

—¡Pues anda, márchate! —exclamó el sastre.

Pero el sastre tenía mucha hambre y seguía dispuesto a comer lo primero que encontrase.
Vio entonces una pareja de patitos. Estaba a punto de estrangular a uno cuando el otro le pidió que le arrebatara a su hijo. El sastre se apiadó y lo dejó marchar.

Al volverse se encontró frente a un viejo árbol medio hueco y vio muchas abejas silvestres que entraban en el tronco y salían de él. Pensaba el sastre comer la miel, pero salió la abeja reina, amenazadora, y le dijo:

Si tocas a mi gente y nos destruyes el nido, nuestros aguijones se clavarán en tu cuerpo. Si nos dejas en paz y sigues tu camino, el día menos pensado te ayudaremos.

El sastre fue hasta la ciudad con el estómago vacío, y como llegó le prepararon un cubierto en la posada. Ya satisfecha su hambre, dijo:

—Ahora, a trabajar.

Pronto encontró empleo y en poco tiempo adquirió gran reputación. Al fin, el Rey lo nombró sastre de la Corte.

Cosa de la vida, el mismo día era nombrado zapatero de palacio su antiguo compañero de viaje. Al ver este al sastre y comprobar que había recuperado la vista, su rostro se ensombreció y pensó en tenderle una trampa.

Un anochecer se presentó al Rey y le dijo:

—El sastre es un insolente; se ha jactado de que sería capaz de recuperar la corona de oro que se perdió hace tiempo.


—Mucho me gustaría —respondió el Rey, y, mandando que el sastre compareciese ante él a la mañana siguiente, le dijo que había de traerle la corona o abandonar la ciudad para siempre.

El sastre se puso en camino. Al llegar junto al estanque donde había trabado amistad con los patos. El pato le preguntó por qué andaba tan cabizbajo. El sastre le contó lo sucedido. El pato le ayudó.

—La corona cayó al agua y yace en el fondo —dijo el pato—; en un santiamén la sacaremos.

El sastre llevó la corona al Rey, quien, contentísimo, en premio colgó una cadena de oro al cuello del sastre. Al ver el zapatero que su estratagema había fracasado, ideó otra y dijo al Rey:

—Señor, el sastre se vanagloria de que podría reproducir en cera todo el palacio real, el exterior y el interior, junto con todas las cosas que encierra.
Llamó el Rey al sastre y le ordenó que reprodujese en cera el palacio real con todo cuanto encerraba, exactamente, tanto en lo interior como en lo exterior; advirtiéndole que, de no hacerlo, sería encerrado para el resto de su vida.

El sastre volvió a marcharse. Cuando llegó al árbol hueco, se sentó a descansar. La abeja reina le preguntó qué le pasaba y el sastre se lo contó.

La abeja reina decidió ayudarle y, entre todas las abejas, hicieron el trabajo. El rey, maravillado, regaló al sastre una gran casa de piedra.

Pero el zapatero, terco que terco, fue al Rey por tercera vez y le dijo:

— Señor, ha llegado a oídos del sastre que en el patio de palacio no hay modo de hacer brotar agua; él dice que es capaz de hacer salir un surtidor en el mismo centro del patio, tan alto como un hombre y de agua límpida como el cristal.

Mandó el Rey que se presentara el sastre, y le dijo:

— Si mañana no brota en mi patio un gran chorro de agua, mandaré que te corten la cabeza.

El pobre sastre salió rápidamente de la ciudad. Se le acercó el potro al que antaño dejara en libertad, que ahora era un hermoso corcel, dispuesto a pagarle su buena acción.


Recobró el sastre los ánimos, y, subiendo de un salto sobre el lomo del animal, emprendió este el galope y no paró hasta el patio del palacio. Una vez en él, dio tres vueltas completas a su alrededor con la velocidad del rayo, y, a la tercera, cayó desplomado. Al mismo tiempo se oyó un terrible crujido se elevó un chorro de agua hasta la altura de un hombre montado a caballo; y el agua era límpida como el cristal, y los rayos del sol danzaban en sus gotas.

Al verlo el Rey no pudo reprimir un grito de admiración y, saliendo al patio, abrazó al sastrecillo en presencia de toda la Corte.

Pero la felicidad no duró mucho. El Rey tenía varias hijas, a cuál más hermosa, pero ningún varón. Acudiendo el ruin zapatero por cuarta vez al Soberano, le dijo:

— Señor, el sastre hoy se ha jactado de que, si se le antojase, haría que le trajeran al Rey un hijo volando por los aires. Otra vez mandó llamar el Monarca al sastre, y le habló:

— Si en el término de nueve días eres capaz de proporcionarme un hijo, te casarás con mi hija mayor.

Como el sastre no sabía cómo hacer eso salió de la ciudad. Pero al llegar a un prado vio a la cigüeña. Esta, al conocer la historia, le ayudó, llevando un recién nacido al rey.


El sastre se casó con la hija mayor del rey. Tras la boda, el zapatero fue expulsado de la ciudad, donde tuvo que enfrentarse solo a las calamidades del camino.

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