En un gallinero había dos gallos que vivían en paz y tranquilidad. Ambos eran amigos y se sentían felices viviendo juntos, pero un buen dís llegó una nueva gallina y los dos gallos se enamoraron de ella.
La gallina, pues, al igual que Helena de Troya, causó una guerra a su alrededor. Los dos gallos, antes tan amigos, se enzarzaban continuamente en luchas terribles.

El ruido que hacían hizo que los gallineros del barrio se enteraran de la disputa, con lo cual, cada día llegaban nuevos espectadores con crestas y plumas a presenciar el espectaculo de la pelea.

Tras varios días de combate, uno de los gallos asestó un picotazo tan fuerte a su contrincante, que este se retiró, vencido, a un rincón del gallinero, y allí se puso a llorar su desgracia.

El vencedor, un hermoso gallo, se vió rodeado en aquel mismo momento por lo menos de una docena de gallinas que lo aclamaban, alabándole por su fuerza, su valentía y su arrogancia.

El gallo se sintió al punto muy orgulloso de su hazaqa, y, pavoneándose ante los espectadores, se subió lentamente a lo alto de un palo de la cerca del gallinero.

Allí, ante la mirada complacida de las gallinas, lanzó un KIKIRIKÍ estentóreo, que irritó aún más al gallo vancido.

Este se hallaba en un rincón y planeaba, lleno de despecho, un plan para vengar la afrenta sufrida por su compaqero y antes amigo.

Pero no tuvo necesidad de venganza, pues esta vino sin su intervención. Un buitre había sido atraído por el grito de victoria del gallo, y lanzándose en picado sobre el gallinero, en un instante le dió muerte con sus afiladas garras, ante los ojos aterrorizados de todo el corral.

Y luego, le cogió y levantó el vuelo, llevando la presa a su nido, donde le serviría de alimento.

Entonces inesperadamente, el gallo que había resultado vencido se encontró de pronto rodeado por las gallinas, las mismas que momentos antes estaban admirando a su contrincante.

Entre ellas se hallaba, como no, la gallina por quién se había originado la disputa.

El que se vanagloria con su triunfo, busca su perdición. Siempre hay que resignarse con lo que el destino nos depara. No se puede confiar en la suerte, pues no sabemos qué puede ocurrir luego, aun en el caso de resultar vencedores.