Un atardecer ya lejano, cuando Ra se escondía ya tras el horizonte, el viento del desierto trajo hasta las milenarias piedras de Tebas una voz desgarrada por el dolor y la tristeza. Pero nadie hizo caso, creyendo que sería algún infeliz que había caído en manos de los chacales, o de los escorpiones.
Unos días después, durante la noche, unos viajeros que pasaban cerca de Gizeh vieron unas luces azules caminando por el desierto, como una caravana de almas errantes.
Pronto, la tierra de Egipto se cubrió de habladurías y rumores sobre qué podían significar aquellos estigmas. Incluso los sacerdotes, sin importar a qué dios adoraran normalmente, intentaron descifrarlos, pero al parecer nadie quería dar respuestas en el Más Allá.
Pasaron los días, y las semanas, y el temor fue creciendo en los corazones de los egipcios, que crédulos, presagiaban algo nefasto. Pero en todo ese tiempo, no se volvió a ver nada por ninguna parte.
Hasta que un día, al alba, un extraño hombre seguido de cientos de soldados llegó al Delta del Nilo, y con una voz de ultratumba desafió al mismísimo Osiris. Éste bajó de los Cielos y reconoció al que le llamaba; era Seth, su hermano. Después, a la orden del asesino, los soldados atacaron.
Pero Osiris resistió las acometidas de aquellas huestes y no bajó la guardia en ningún momento, pues aquél era el fin de la treta de Seth. Finalmente, después de una larga lucha, logró derrotarlos. Entonces se enfrentó a su hermano.
Como hacía siglos en aquel mismo lugar, los dos dioses lucharon sin piedad alguna, Seth por la venganza, y Osiris por la justicia.
Pero esta vez hubo un final diferente, pues el dios que cruza el cielo en su carro no murió y fue despedazado, sino que venció sobre el mal, y éste desapareció de las arenas del desierto, para no volver.