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(Benito era un vagabundo del que ya he contado cosas anteriormente. Hoy Benito estaba acordándose de sus hijos.)
Perdóname, hijo mío, por tu bien.
No es bueno vivir intoxicado de vergüenzas, de revanchas, de recores ni de odios.
Todas esas cosas sólo muerden a su dueño.
Y yo no dejo de quererte.
Te recuerdo. Cómo te veía siempre, con el ansia y la ilusión de un científico que en el microscopio mira absorto sus descubrimientos.
Cómo iba aumentando la talla de tu ropa, cómo te quedaban pequeños los zapatos, cómo cambiaba tu voz, cómo tomaban formas tus manías y tus virtudes.
Y te recuerdo ahora de más chiquitín, antes de nacer tu hermana.
Un padre con la baba floja porque su nene aprende a andar o a decir algo, como si fuese el primer ser en la historia capaz de hacerlo.
Eso son cosas que sólo verás en un hijo tuyo.
Yo tengo imborrables en mi mente tus primeros saltitos porque te vi realmente sorprendido en ese experimento.
Hasta esa tarde debías creer que la Tierra no se podía despegar de tí, y te asombraba comprobar que dando un fuerte impulso contra ella, ésta se separaba de tus pies y salía despedida hacia abajo por un instante, volviendo enseguida a tu encuentro atraída por ese poderosísismo magnetismo que tú ejercías.
Menudo susto que se estarían llevando todas las demás criaturas del planeta con tantas sacudidas.
Qué risas te dabas con eso, insistiendo hasta el agotamiento en alejar la Tierra a patadas.
Y cuando años más tarde lo descubrió tu hermanita, tú ya sabías que no era para tanto y no entendías cómo yo disfrutaba con tales banalidades.
Para mí, el mundo volvía a irse botando como una pelota bajo el inmenso poder de unas zapatillas minúsculas y blancas.
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