Un hombre muy rico comerciaba con ricos productos, y los transportaba a través de todos los mares del mundo.
Tenía un socio honrado, y pronto empezó a llover el dinero a sus arcas. Hizo construir una casa y en ella daba grandes fiestas.

Un día, uno de sus invitados, al ver la riqueza de la casa y los suculentos y originales manjares, le preguntó:

-Pero, ¿De dónde salen todos estos bienes?

-Pues de mi talento para los negocios. Todo lo debo a mi mismo, a mi inteligencia, a mi buena disposición, a saber correr riesgos sin perder.

No pasó mucho tiempo, y el mercader, creyendo oportuno el momento, gastó bastante dinero en unas mercancias importantes. Las lanzó al mar en tres de sus barcos.

Pero esta vez la fortuna no le sonrió. Uno de los navíos salío del puerto cuando se avecinaba una gran tempestad. Debido a la altura de las olas y al aparato eléctrico que acompaqó la tormenta, el barco se hundió.

El segundo, que no llevaba suficientes armas, se vió atacado por los piratas, que, después de apoderarse del botín, lo incendiaron, con lo cual se hundió y el mercader perdió su segundo navío.

El tercero, debido también al mal tiempo, tuvo enormes desperfectos en el casco y en el velamen y, aunque pudo llegar a puerto, sus mercancías se hallaban en tal mal estado que no pudieron venderse.

Casi en la ruina, el comerciante fue en busca de su socio, pero para colmo de males, éste había huido llevándose parte del dinero que quedaba. El poco dinero que poseía el comerciante tuvo que darlo a sus deudores y se encontró sumido en la mayor miseria de la noche a la maqana.

Tuvo que vender su casa tan lujosa, despidió al servicio y ya no dio más fiestas. Suprimió el tren de vida que llevaba antes.

Y un día se encontró a un amigo, quién le preguntó:

-¿Qué ha ocurrido con tus negocios?

-Ha sido un revés de la fortuna.

Y así es como hablan muchos hombres. Cuando las cosas les van bien, es debido a su inteligencia, y cuando les va mal, achacan a la fortuna la culpa de su fracaso.