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Los tres caballos

Érase una vez hace muchos muchos años vivia un hombre que tenía tres hijos: uno era herrero, otro carpintero, y el más pequeño, barbero. Este se llamaba Joaquín, y como no estaba contento con su oficio, decidió ir a buscar fortuna por el mundo. Después de vagar por varios países, llegó a una ciudad donde vivía un rey que tenía unos jardines magníficos. Muchos jardineros trabajaban en ellos; pero inútilmente. Cada noche tres caballos salvajes penetraban en el jardín y destrozaban todo lo que durante el día había sido plantado. 

Poco duraban los jardineros en su oficio, pues al ver que su trabajo era inútil, se cansaban de trabajar y abandonaban su empleo. Cuando Joaquín llegó, había muchos puestos vacantes y decidió colocarse allí. Habló al jefe de los jardineros, y se quedó a trabajar en el jardín. Todo el día trabajó sin descanso y sus compañeros le contaron la historia de los caballos. Éste, intrigado por aquel misterio, decidió quedarse a pasar la noche en el jardín. Era valiente y no temía nada; sabía perfectamente que los caballos no hacen daño a un hombre que no les teme. El jefe de los jardineros se alegró mucho de que Joaquín se quedara a vigilar el jardín aquella noche. Éste cogió su guitarra y comenzó a tocarla, en espera de los caballos. Al poco tiempo oyó un fuerte galopar y pronto distinguió los golpes de las patas de los caballos sobre la puerta; pero siguió tocando sin dar muestras de miedo. Al poco rato no se oía más que la música de su guitarra. Los caballos se habían quedado en la puerta, escuchando aquella música extraña, sin atreverse a entrar en el jardín. Al día siguiente, el jefe de los jardineros estaba encantado de ver intacto el jardín. 

Los reyes y su hija, la princesa, pudieron deleitarse paseando por los jardines, que no se hallaban, como de costumbre, devastados. Durante la noche siguiente, los tres caballos salvajes volvieron a la puerta del jardín y desde allí escucharon de nuevo la música del joven. La tercera noche también acudieron los caballos y le pidieron a través de la verja unas hojas de col. Joaquín les dio a cada uno unas hojas. Entonces el caballo blanco le dijo: - Si alguna vez me necesitas, bastará que digas: «Caballo blanco, ayúdame», y acudiré inmediatamente. Luego el caballo gris le dio las gracias por las hojas de col y le hizo un ofrecimiento análogo. Igual hizo el caballo negro. Desde entonces podía llamar a cualquiera de ellos, seguro de que habría de encontrarlo al momento. A partir de aquella noche, los caballos no aparecieron más y el jardín real volvió a recuperar la belleza que desde hacía muchos años había perdido. 

La princesa, que era muy aficionada a las flores, se pasaba el día en él. Era muy bella y parecía una flor más del jardin. Pasó el tiempo, y sus padres decidieron casarla. Pero como eran tantos y tan apuestos todos los pretendientes, no sabía por cuál decidirse. Entonces se les ocurrió una idea: el jinete que antes subiera la escalinata de palacio y cogiera el clavel de su pelo, ése sería su prometido. Todos los príncipes y caballeros tomaron parte en la competición, pero ninguno de ellos logró llegar rápidamente hasta la princesa; los tramos de la escalinata eran tan anchos que no podían ser salvados de un salto y la mayoría caían por el suelo o subían lentamente, lo cual no tenía ningún mérito. Joaquín, que presenciaba las pruebas, se acordó de la promesa de los caballos y grito: - ¡Caballo blanco, ayúdame! Enseguida se presentó ante él, magníficamente enjaezado. 

De un salto, lo montó y se lanzó a galope tendido hacia donde estaba la princesa, en lo alto de la escalinata. Subió todos los escalones con una agilidad y una rapidez sorprendente. La princesa le vio venir y reconoció a Joaquín, el joven jardinero, del que hacía tiempo estaba enamorada. Quitándose el clavel del pelo, se lo entregó y le proclamó vencedor. Todo el mundo le vitoreó; pero nadie le conocía. Alguien aseguró que era un barbero que había abandonado su país en busca de fortuna. Las bodas fueron magníficas. Al salir de la iglesia, Joaquín oyó los relinchos de los caballos detrás de la puerta del jardín, y cuando quiso verlos, habían desaparecido.

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