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Los tres dientes de Isabella

En su cumpleaños número quince cometió el error de sonreír, estaba tan contenta. Desde entonces, y hasta la actualidad, la misma sonrisa de incisivos notablemente separados la mira implacable desde el lugar más destacado del living de sus padres.
El espacio vacío entre sus dientes de adelante fue el calvario no comprendido por los suyos durante su adolescencia y juventud.
Isabella se casó joven con el primer hombre que la convenció de que sus dientes no eran lo más importante a la hora de evaluar su belleza y las maternidades sucesivas la mantuvieron lo suficientemente ocupada como para no pensar demasiado en su aspecto personal.
Los niños crecieron y la escuela le dejó el tiempo libre necesario como para volver a pensar en sí misma, es decir, en sus dientes.
Se acordó de sonreír sin abrir la boca y se volvió taciturna. Los demás padres la consideraban engreída y, poco a poco, se olvidaron de invitarla, en los cumpleaños de los niños, a tomar café mientras los chicos terminaban sus juegos.
Se miraba poco en el espejo y para cuando los niños llegaron a la adolescencia no pudo dejar de notar su soledad sin amigas y con un marido cada vez más ausente y distraído.
Una madrugada se despertó sacudida por un dolor más intenso que el de los partos y más insoportable. Una muela latía en su maxilar inferior como si quisiera salirse por su cuenta y por mucho que intentó volver a dormir ya no pudo hacerlo.
Nunca había visitado al dentista en su edad adulta porque la sola idea de sentir el torno en su boca la aterrorizaba pero el dolor no cesó a pesar de los calmantes y a la mañana del segundo día su esposo la convenció de que fuera al odontólogo.
Entró a la consulta dispuesta a pedirle que le sacara la muela sin pasar por la tortura de la obturación de la caries. Se preparó durante todo el trayecto desde su casa para exigir que fuera así pero algo le pasó cuando estuvo frente al médico y, en vez de hablarle de su muela, le mostró los incisivos. El odontólogo pareció entender perfectamente y tanta fue su capacidad de persuasión que la mujer se sintió lo suficientemente tranquila como para permitirle una revisación completa.
Volvió a su casa reconfortada. En su memoria se mezclaban datos incomprensibles sobre el uso de la luz halógena y el olor inconfundible del consultorio. El “olor a dentista” le devolvía el antiguo miedo pero, sin embargo, las palabras tranquilizadoras del médico sonaban aún en sus oídos y estaba dispuesta a seguir el tratamiento. No sólo perdió la muela dolorida sino que, a instancias del dentista, se dejó extraer los dos dientes de adelante para ser reemplazados por una prótesis que anulara el espacio tan odiado de su sonrisa.
Nada dijo en su casa porque esperaba sorprender agradablemente a su familia. Nadie le preguntó por qué las visitas al odontólogo continuaban una vez superado el dolor del molar extraído pero ella no se ofendió por eso, demasiado ilusionada por el cambio prometido y, sin faltar ni una vez a la consulta, consiguió por fin su objetivo.
El médico colocó la prótesis y ella se prestó encantada a mirarse en el espejo que le ofrecía el profesional. Comenzó con una tímida sonrisa pero luego se fue animando y mostró encantada sus dientes al espejo. Perfecto, pensó; sin embargo algo turbó su alegría.
-Doctor, ahora tengo tres incisivos.
-Pero señora, quién va a andar contándole los dientes.
Datos del Cuento
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