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Los zapatos rojos

Érase una vez una niña pobre llamada Karen. Karen era tan pobre que solo tenía unos zuecos por calzado, unos zuecos que le dañaban los pies, por lo que en verano iba descalza. 

En el centro de la aldea vivía una anciana zapatera que le hizo a Karen un par de zapatitos con unos retazos de tela roja. Los zapatos resultaron un tanto desmañados, pero a la niña le encantaron. 

Al morir su madre, una señora rica acogió a la niña y la cuidó como si fuera su hija. Lo primero que hizo fue tirar los zapatos rojos, pues le horrorizaban, y comprarle un calzado más discreto.

Cuando llegó el momento de confirmación de la niña la señora le compró a Karen unos zapatos. Cuando fueron a ver al zapatero Karen se enamoró de unos zapatos rojos de charol que el zapatero había hecho para una condesa, pero que no le iban bien. La niña se los pidió a su benefactora que, como ya no veía bien, no se enteró de que eran rojos. 

El día de la confirmación todo el mundo miraba los zapatos rojos de Karen. Y la niña no podía pensar en otra cosa que en sus zapatos rojos.

Cuando la señora se enteró reprendió a Karen y le ordenó no volver a ponérselos. 
Pero la niña decidió aprovechar cualquier ocasión para ponérselos y desobedecer a la señora. 

Al domingo siguiente, cuando acompañó a la señora a misa, la niña se puso sus zapatos rojos, a pesar de que la buena mujer le recordó que debía ponerse zapatos negros. Cuando llegaron a la iglesia, un mendigo se ofreció a limpiarles los zapatos.

-¡Qué bonitos zapatos de baile! -dijo el mendigo a la niña-.Procura que no se te suelten cuando dances.

Y al decir esto tocó las suelas de los zapatos con la mano.

Al salir de la iglesia el mendigo volvió a decir:

-¡Qué bonitos zapatos de baile!

Inmediatamente, Karen empezó a bailar sin poder parar, llevada involuntariamente por sus zapatos rojos. 

El cochero, que la esperaba a ella y a la señora, metió a la niña enseguida en el carruaje y le quitó los zapatos.

Por esos días la señora cayó enferma y Karen tuvo que hacerse cargo de cuidarla. Pero la habían invitado a un gran baile. Después de dudarlo unos minutos, Karen decidió dejar dormida a la señora y marcharse al baile con sus zapatos rojos, sin recordar el incidente que había sufrido el domingo.

Cuando llegó al baile con sus zapatos rojos estos empezaron a mover sus pies, y la niña empezó a bailar sin poder parar. Pasaron los días y Karen seguía bailando y bailando. Estaba cansada, pero no podía parar, así que lloraba mientras bailaba, pensando en lo tonta y vanidosa que había sido y en lo ingrata que había sido con la señora que tanto la había ayudado. 

- ¡No puedo más!- lloró desesperada-. ¡Tengo que quitarme estos zapatos aunque tengan que cortarme los pies!

Karen se dirigió bailando a casa del carnicero. Cuando llegó, sin dejar de bailar, le gritó desde la puerta:

-¡Sal! ¡Sal! No puedo entrar porque estoy bailando. Córtame los pies para que pueda dejar de bailar, porque hasta entonces no podré arrepentirme de mi vanidad. 

Cuando la puerta se abrió apareció el mendigo limpiabotas que había encantado los zapatos rojos a la puerta de la iglesia.

-¡Qué bonitos zapatos rojos de baile! -exclamó-. ¡Seguro que se ajustan muy bien al bailar! Déjame verlos más de cerca.

Nada más tocar el mendigo los zapatos rojos se detuvieron y Karen dejó de bailar. Karen aprendió la lección y, agradecida, volvió a casa a cuidar de la señora que tanto había hecho por ella. Karen guardó los zapatos en una urna de cristal y no volvió a desobedecer nunca más.

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