Joseph Derfield estaba realmente orgulloso de sus trofeos. Animales disecados como delfines peces agujas, tiburones, cabezas de venados, de hienas, de leones, cuernos de rinocerontes, de elefantes, patas de cebras, junto a innumerables premios, diplomas, pergaminos y cuadros de reconocimiento orlaban la sala principal de su hogar en una zona exclusiva de Connecticut, Massachussets, ofreciendo el cuadro sombrío de que realmente fue, antes de retirarse, el campeón mundial incuestionable de caza y pesca.
Karla Derfield, su esposa, le disgustaba que Joseph impusiera ese tipo de decoración en el salón principal de su mansión, pero no podía obviar que su esposo era considerado por sus conciudadanos como una especie de héroe nacional. Lo que realmente no soportaba eran sus alardes, la manera presuntuosa en que éste contaba sus aventuras a familiares y amigos. Se jactaba del coraje que le era inherente, heredado, según el, de su abuelo, William Derfield, quien fue general de los ejércitos del Sur en la guerra de Secesión.
Agotaba la paciencia de los oyentes dando cátedra de cómo enfrentar un león, un cocodrilo, un puma, un tiburón blanco, en condiciones adversas. Y sus anécdotas de enfrentamientos y exterminio de animales de todas las especies eran tan aburridas como interminables. Michael, de 16, el único hijo de la pareja sólo disfrutaba la historia de la ballena asesina que se le escapó después de haberla arponeado en dos ocasiones.
Llegó el invierno y entre los tres decidieron dar un paseo en su yate por las islas del Caribe, no sin la advertencia de Karla de acarrear sólo el equipo submarino indispensable para buceo, toda vez, que conociendo como nadie a su esposo sabia que podría convertir este viaje de diversión en una vendetta para masacrar animales marinos.
En horas de la mañana del tercer día de su salida del Puerto, Michael, haciendo caso omiso de la recomendación de su padre respecto de la rebeldía de las traicioneras aguas del Golfo de México, se acercó demasiado a la barandilla de proa del pequeño yate y una ola de proporciones gigantesca le lanzó al agua no sin antes recibir un tajo en su mano izquierda, con la agravante de que en ese momento Joseph conducía el yate a una velocidad que no le permitiría hacer un giro de 360 grados hasta no alcanzar una distancia considerable. Michael estaba condenado a muerte.
Melba, la ballena asesina, había fallado por tercera vez esa mañana en engullirse una foca o un león marino de la ribera, estaba encolerizada y con un apetito tan enorme como su corpulento cuerpo, por eso seguía con su poderoso sonar los ruidos del motor de aquel yate, de manera que oyó el golpe de la caída, y por el olor a sangre de la herida del brazo de Michael entendió de inmediato que algo apetecible y suculento, sin la destreza ni la inteligencia y velocidad de las focas y leones, le esperaba. Enfiló a toda velocidad hacia el objetivo de su desayuno. Hacia el cuerpo de Michael que a duras penas podía mantenerse flotando. Unos cuantos tiburones grises que merodeaban la zona en busca de algunas focas despistadas, también olieron la sangre y se lanzaron a velocidad de crucero. Era cuestión de quien llegara primero.
Joseph pudo reducir la velocidad del Yate, luchando rudamente con el timón para colocar el mismo en posición de retornar al lugar de la caída rogándole a Dios poder rescatar su cadáver de los tiburones grises. Al acercarse al lugar, observaron con tristeza un espectáculo que en cualquier otra situación lo hubieren considerado maravilloso, unos cuatro escualos escoltaban al yate, golpeándolo de vez en cuando con enérgicos coletazos, luego se dirigieron al Norte, -Parecen enfurecidos, comentó Joseph, unos minutos antes de observar otro evento que no le era dable creer, como a Karla, quien no daba crédito a los que sus oídos acababan de escuchar: -¡!!!Mami, Papi, Mami, Papi!!!!-.
Era Michael, quien no sólo estaba vivo, sino que estaba sentado encima del agua como si estuviera arrellanado en el diván de su habitación. Las aletas dorsales y las sombras siniestras de cinco tiburones grises circulaban alrededor de él, no entendiendo sus padres por cuales razones no lo atacaban, no lo devoraban.
Las razones eran mas que poderosas, Michael estaba sentado en el lomo de Melba, que esperó pacientemente que sus padres lanzaran un salvavidas con los amarres y sogas especiales para subirlo sano y salvo al interior del yate. Cuando Melba se aseguró que el joven ya no corría peligro, ejecutó la pirueta de alegría propia de los cetáceos de su especie, se lanzó revoloteando al aire lo más que pudo, para luego introducirse en las cálidas aguas del golfo, en un salto que rompió el corazón de Joseph en cien mil pedazos.
Era ella, no tenía la más mínima duda, era aquella Orca que dos años atrás trató de matar. Aquella que se escapó después de hundirle dos arpones en su cuerpo. Nunca lo olvidaría, uno de los arpones se introdujo en el centro de una mancha circular blanca en el costado derecho y el otro exactamente en una mancha perpendicular gris, inconfundible, que resaltaba en el lomo, que le disparó cuando se escabullía hacia las profundidades, justamente donde su hijo descansaba, escapando de la muerte. Allí estaban las cicatrices, las heridas aliviadas que le había ocasionado
Las lágrimas de Michael y la de Karla eran lágrimas de alegría. Las de Joseph eran indefinidas y se acrecentaban cuando su hijo relataba que estaba ya a punto de ahogarse cuando llegó ella, Melba, quien empezó a nadar en círculo alrededor de él sin dejar de observarlo, y cuando descubrió que sus fuerzas flaqueaban e iba hundirse se sumergió por debajo de él y lo levantó. Lo mantuvo así hasta la llegada de los tiburones, quienes no se atrevieron a retarla. Luego, esperó pacientemente, estaba tan segura como Michael, que los tripulantes del yate retornarían a recogerlo.
JOAN CASTILLO,
19-03-2003.