Ni grandes ni pequeños, normales, bajos y susurrantes, llenos de secretos oscuros. Unos crujidos en la nieve. Una ardilla o un conejo, tal vez incluso, un pequeño cervatillo desorientado intentando sobrevivir al frío, cosa que no conseguiría. Pero no. Eran distintos. Eran oscuros. Eran pesados. Tonterías, llegué a decirme. Pero volvieron a repetirse los crujidos. Mis sentidos se despertaron como cuando tienes miedo. Joder, ¿por qué no decirlo? Tenía miedo. ¿De qué servía negarlo?, dijo mi mente.
Mi vieja mente, puta arpía del demonio. ¡Qué fácil era escucharla y que difícil ocultar su voz! Siempre con su lógica deseperante. Maldita seas por siempre.
Tuve que levantarme pese a que no deseaba más que acostarme. Qué ironía. Afuera se repitieron los crujidos desplazándose hacia el este. Oí ladrar a mi perro con miedo, con horror. Eso me heló la sangre. Mi pierna vaciló en el aire.
Gritos de dolor del perro. Algo hacía daño a mi viejo Sam. Aullidos, aullidos, aullidos, aul... silencio. Crujidos sobre la nieve.
No podía moverme. Joder, mi mente estaba vacía. Tengo que andar, me decía, ya que has llegado hasta aquí no puedes pararte.
Levanté la vista hacia la arcada de mi dormitorio. Sobre el dintel reposaban volutas en espiral talladas en madera que una vez estuvieron pulidas pero que hoy eran una forma (necesito un trago) desdibujada.
Crujido fuera. Y silencio. Silencio en esa noche de nieve.
Del dintel surgían unas líneas más modernas que no eran más que canaletas decorativas (sólo un trago, sólo uno, joder) que llevaban escondidas en su interior los modernos cables de la luz.
Eso le hizo moverse por fin. Salió de la habitación y se acercó al comedor donde, apoyada en una silla, estaba una remington dos cañones nuevecita.
La asió y comprobó que estuviese cargada. Vamos allá.
Se acercó a la puerta y aguzó el oído esperando algún ruido. Nada. Nada.
Abrió la puerta y el viento casi se la arranca de la mano. Fuera sólo parecían estar él hombre y el viento.
Y salió a hacerle compañía.
(ayayayayayayay)
(¿qué se te olvida?)
Caminó unos pasos en el sonoro silencio de esa noche de nieve.
Y de repente un crujido.
Emepezó a andar en aquella dirección. Cuando llegó y vió a su amigo, cayó al suelo y se agarró las tripas. El animal estaba en el suelo completamente destripado.
Y apareció el monstruo. Un oso. Un oso que por alguna extraña razón, la hibernación no le había tocado con sus alas. Un oso viejo y negro con algunas mechas amarillas que le rugía (y sonreía) mostrando todos sus colmillos.
El dueño del arma levantó la misma y apuntó. El oso se apoyó sobre sus patas y corrió hacia el hombre.
-Muere, hijo de puta, muere por matar a Sam.
"click". "click". El seguro estaba puesto. No había quitado el puto seguro del arma. En ese momento el oso se abalanzó sobre él y cayó la oscuridad.
Después sólo quedó la noche de la nieve.
Un cuento con mucho suspense y muy bien narrado. Te felicito. Saludos.