Después de todo lo único que le había quedado a Méndez luego de muchos años de trabajo eran aquellas manos. Ahora las descubría, gruesas, como hinchadas de tan ásperas, tiesas, sosteniendo la gorra de vasco empapada, mientras esperaba en la puerta de la casa de los patrones. Estaba parado afuera mientras la lluvia caía en ráfagas sobre su cabeza, chorreaba fría sobre el poncho remendado y caía, una y otra vez. Algo de luz y calor salían por la puerta de la cocina haciéndole acordar que su casa no tenía luz eléctrica, era fría y húmeda. También salían las palabras que en voz alta eran proferidas por la vieja patrona
-No señor... ¡qué camioneta ni que ocho cuartos!....esa gente solo sirve para mendigos y para piones... ¡habráse visto!
-Pero mama...
-Pero nada. Andá y decile que el hijo lo ayude con el charré viejo. Y nada más... que caracho...
Sintió los pasos en la amplia cocina vacía y don Roberto asomó apenas la cabeza
-Mirá Méndez, no te puedo llevar en la camioneta ¿sabés?. Andá y decile a tu hijo que te ayude con el charré viejo. La Malacara siempre anda por acá nomás.
Méndez musitó un “gracias patrón” y pensó que entre traer la yegua desde el campo, y ensillarla al charré por más que lo ayudara su hijo iba a pasar un rato largo. Ni que hablar de llegar al pueblo, si es que el Jesusmaría daba paso. Su mujer estaba muy enferma. Esa noche se había sentado bruscamente en la cama, la cara desencajada, sudorosa, la respiración agitada y con estertores. Despertó a Méndez, la voz sofocada
-Méndez. Me siento mal. Llegate a lo de los patrones a ver si me quieren llevar al pueblo en la camioneta
El hombre miró a su mujer, se vistió rápidamente, se enfundó un viejo poncho y salió en la petiza sin ensillar a la lluvia intensa y recorrió al galope las diez cuadras desde su ranchito de paja y terrón a las casas de sus patrones.
Dos semanas después, en la mañana, estaba Méndez tensando un alambrado en el potrero del río cuando oyó el resonar de cascos detrás de los espesos pajonales. Se detuvo a esperar el jinete. Era don Roberto en su moro. Se detuvo a unos metros y sin bajarse lo saludó
-Buenas
-Buenas tardes patrón
-Me enteré lo de tu mujer. Sentido pésame.
-Gracias patrón
Los dos hombres quedaron en silencio. Méndez, con sus pesadas manos colgando y Roberto en su caballo. Los dos recordaron aquella noche de tormenta y callaron. El caballo dio un medio giro y entonces Roberto volvió a hablar
-Decime Méndez. ¿Vos anduviste ayer por el potrero de la capilla?
-Si señor, si
-Y ¿viste el carnero de los Sienra?
-Si, estaba allí, si señor
-Me quedo tranquilo che. El otro día pasé y no lo pude ver. Como era de nochecita no me puse a buscarlo.
-No, si yo lo ví ayer patrón
-Mañana de tarde me tenés que ayudar a llevarlo a “El Guayabo” ¿sabés?
-Si señor. Apronto el carro después de la siesta ¿tá bien?
-No, el carro no. Lo vamos a llevar en la camioneta. Es un bicho medio delicado y bastante caro,¿sabés Méndez? le contestó Roberto mientras intentando una sonrisa a modo de saludo taloneaba el caballo y se alejaba al trote rápido de aquella conversación incómoda.
Méndez se quedó solo y se descubrió mirándose las manos otra vez. Recordó entonces su confusión cuando había ido a lo de doña María. La curandera luego de echarle el rabo del ojo a la botella de caña blanca que Méndez llevaba a modo de pago, le dijo “¿Qué hacés acá Méndez? Volvé a tu casa, no hay que hacer aquí por tu mujer. Volvé mijo, ella siempre te va a esperar...aunque se vaya...todo queda en tus manos”
Al otro día Roberto lo pasó a buscar en la Willys por su ranchito. No estaba, ni Méndez ni la petiza. Al llegar al potrero de la capilla lo primero que vio fue al carnero de los Sienra pastando y como a media cuadra la petiza de Méndez sin ensillar y sin riendas. Un poco más allá estaba Méndez. Sus manos colgaban inútiles después que habían atado el último y correoso nudo que lo separaba de este mundo.
Lograste un cuento muy bien contado,con descripciones justas, sin exageramientos.Disfrute mucho leyendolo.Gracias.A tus pies.......Lily