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SOLEDAD, UNA MUJER MÁS

Cuando Soledad nació, su madre acababa de quedarse viuda. No tenía a nadie y por eso le puso Soledad; reflejaba a la perfección su estado de ánimo y además, también era un presentimiento.
- Pobre mi hija querida, sólo le quedo yo en el mundo, si le falto, qué solita se quedará.- Ella sabía que no le quedaba mucho tiempo. ¡Estaba tan débil!
Su madre le faltó a los tres años y se la llevaron a un orfelinato. No fue un camino de rosas, puesto que los infelices eran tratados como cosas que estorbaban más que como niños desgraciados y sin amor.
Al cumplir los dieciséis años, le dijeron que no podía continuar allí, porque era demasiado mayor para que la cuidaran y que podía defenderse ella sola.
Plantada ante la puerta que muy pocas veces había traspasado en los trece años que hacía desde la primera vez, Soledad no sabía si ir para la derecha o para la izquierda. Llevaba en la mano un paquete con el único vestido que tenía y una muda de ropa interior. A pesar de todo, era afortunada, puesto que salía con unos estudios que pocas chicas de su edad podían poseer. Siempre había destacado por su buenas notas, sobretodo en matemáticas y literatura, que le apasionaban. Pensándolo bien, estaba preparada para el futuro.
- Ni para un lado ni para el otro.- Se dijo cruzando la calle, avanzando por la avenida flanqueada de árboles y bancos.
Caminó durante mucho tiempo sin rumbo, hasta que, cansada, se sentó en el escalón de un portal; ya no podía más. El portero salió y de mala manera, le dijo que allí no permitía que se sentaran los vagabundos. Ella le miró con timidez y en silencio. Soledad era así: tímida y silenciosa, pero con un buen corazón.
- ¿A qué esperas? ¡Lárgate ya! – Le gritó con algo más de fuerza de lo que debía y justo en el momento en que salía Dña. Amparo.
- ¿Qué pasa, Ramiro? – Dijo esta con un elegante movimiento de cabeza.
- ¡Oh! Dña. Amparo, no es nada que deba preocuparle, yo me encargo de todo. A su servicio.- Ramiro se inclinaba casi hasta tocar el suelo, mientras Soledad, le observaba sin comprender lo que estaba haciendo.
- ¿Quién es esta niña?- Preguntó Dña. Amparo, fijándose en ella.
- Precisamente le estaba diciendo que debía marcharse; aquí está molestando a los Señores.- Dijo Ramiro con el servilismo que era habitual en él.
En ese momento y sin saber por qué, los ojos de la chica se llenaron de lágrimas. Intentó secárselas con el revés de su manga, pero la Sra. la vio.
- ¿Por qué lloras, pequeña, es que te has perdido?- Soledad no parecía tener su edad, era delgada y bajita, no se le daban más de trece años. Llevaba el pelo recogido en una trenza que colgaba hasta más abajo de su cintura, tenis y calcetines hasta la rodilla.
- No, lo que pasa es que estoy sola y no tengo a donde ir.- Dijo tragándose la angustia que esta certeza le producía.
- ¿Cómo que estás sola? ¿No tienes padres?.- Volvió a preguntar Dña. Amparo.
- No le haga Ud. mucho caso.- Interrumpió Ramiro.- Estas gentes siempre tienen penas que contar. ¡Vaya Ud. a saber si es verdad lo que dice!
- Por favor, Ramiro, no me interrumpa.- El tono de voz de la Sra. fue cortante y decidido. El hombre, dio media vuelta y volvió al interior del portal sin hacer más comentarios.- Ven, acompáñame y me ayudas a traer la compra, luego hablaremos.
Sí, le acompañó y se quedó a vivir con aquella Sra. y su familia hasta que, pasados cinco años, conoció a José. Se enamoraron desde la primera mirada. Él trabajaba de albañil y fue a hacer unos arreglos en el cuarto de baño de la habitación de los Sres. así fue como empezaron a verse y tres años después, se casaban. Los Sres. Se portaron muy bien y les ayudaron a comprar los modestos muebles que necesitaban para el piso que habían alquilado.
Soledad se sentía la reina del mundo, cada vez que esperaba a José después de la dura jornada de los dos, porque ella seguía trabajando en casa de los Sres. Desde las nueve de la mañana, hasta las ocho de la tarde y volvía después de prepararles la cena.
Miraba a su alrededor y le costaba creerse que aquella casa era suya y de que estaba con su marido. José siempre había sido muy posesivo, pero a ella le gustaba porque pensaba que se estaba preocupando de enseñarle tantas cosas como ignoraba y de que, además, la protegía de otros hombres al prohibirle que se pintara y que se pusiera faldas cortas y escotes demasiado grandes.¡Cuánto le quería!
Los años pasaban; con mucho sacrificio y trabajo, consiguieron comprarse un pisito con suficiente espacio para los cuatro hijos que fueron llegando; algunos sin querer, como casi todos después del primero.
No todo era felicidad en la vida de Soledad, como puede parecer. José empezó a venir cada día más tarde a casa y ella notaba que su aliento era horroroso; una mezcla de alcohol y tabaco que se le hacía insoportable, así le fue rehuyendo y él reaccionaba con más violencia cada vez, hasta que le puso la mano encima. Como muchas mujeres en las mismas circunstancias, ella aguantó porque tenía cuatro hijos y quería darles un hogar, o lo más parecido posible, ya que ella no lo había tenido, aunque fuera a costa de aguantar los malos tratos que él le propinaba sin ningún motivo que los justificara. Sólo le pedía que los niños no se enteraran y apretaba las mandíbulas para sofocar los gritos de dolor cuando recibía aquellos terribles golpes en la cabeza o en el cuerpo, donde no se vieran.
Los Sres. envejecían y decidieron marcharse a una residencia. Soledad perdió el trabajo pero pronto le surgió una buena oportunidad.
- El Sr. Andrés, el dueño de la ferretería, me ha dicho que si quiero trabajar como dependienta.- Le dijo a José, mientras cenaban todos reunidos en torno a la mesa de la cocina.- El sueldo es muy bueno y tendré más tiempo para la casa. Estaba triste al despedirme de los Seres. Pero ahora me ilusiona pensar que estaré en contacto con la gente.
- Eso ya lo sé; parece que te estoy viendo coqueteando con los hombres que vayan a comprar, que serán la mayoría y con ese tal Sr. Andrés.- Dijo José, sin mirar que estaban sus hijos escuchando y con el mayor desprecio que pudo demostrar acabó :- Tú no te mueves de la casa y menos para zorrear con otros, aunque te guste tanto...y ni una palabras más del asunto.
Aquella buena oportunidad, la dejó pasar y se conformó como otras muchas veces, en nombre de la paz y el bien de sus hijos.
Soledad no podía saber a quién debía agradecerle el que un buen día, así le pareció a ella, un policía viniera a su casa de madrugada a comunicarle que su marido había sido apuñalado en la calle, frente a la puerta de un bar. Hicieron todo lo posible por salvarlo pero, cuando llegó al hospital, ya había muerto.
Ella lloró para guardar las apariencias y por respeto a sus hijos, pero dentro de su alma, se sentía libre y contenta.
Continuó trabajando, aunque sus huesos no se lo permitían con el mismo ritmo que en su juventud, pero ya tenía a dos de sus hijos en edad de contribuir al sustento de la familia y se las arreglaban bastante bien.
Mari Carmen, la mayor de sus hijas, se iba a casar; estaba muy ilusionada; por eso su madre no le aconsejó que se lo pensara mejor; le hubiera dicho que para una mujer, no es necesario atarse a un hombre de por vida, que ellas solas se las arreglan muy bien y se ahorran muchos sufrimientos, puesto que no se sabe cómo serán tratadas después de que él se sienta el dueño de su persona, pero nadie escarmienta en cabeza ajena. Pensó que era ley de vida y que ella no tenía derecho a robarle a su hija los primeros años de amor y felicidad que, sin duda, disfrutarían y que darían la oportunidad de venir al mundo a otros seres; por eso, prefirió callar, como era su costumbre, con la esperanza de equivocarse y la confianza en que no todos los hombres serían como su marido.

Sin darse cuenta, la vida corría y un día se vio de nuevo sola, pero esta vez, era diferente: tenía un pasado para recordar.
- ¡Cuanta razón tenía mi querida y desconocida madre, cuando me puso por nombre Soledad! – Decía en voz alta, sentada en su mecedora, dejando que el ocaso del sol, llenara de sombras el cuarto de estar.- He luchado, trabajado y amado mucho en mi vida, pero sigo tan sola como cuando se fue mi madre. Todos estos desvelos y sacrificios por los míos ¿A caso no merecen un poco de reconocimiento y comprensión? Les he entregado lo mejor de mi vida; me lo he negado todo por ellos, pero estoy sola. Ya se que tienen su vida y lo respeto; por nada en el mundo me metería en sus casas, pero no cuesta nada llamar de vez en cuando para saber si estoy bien. Yo no digo que mis hijos no me quieran, pero... ¡Les cuesta tanto demostrarlo!

He escuchado a otras mujeres decir casi lo mismo que pienso yo y me doy cuenta de que todas sienten el abandono y la despreocupación de los que tanto han significado para ellas.- Sonriendo exclama:- ¡Tendrían que llamarse todas las mujeres como yo: SOLEDAD! Porque todas terminamos sintiéndonos igual.






FIN
Datos del Cuento
  • Categoría: Hechos Reales
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