Comenzaba a anochecer. Fugaces sombras se apresuraron en la niebla, tenuemente iluminada por hileras de faroles clavados sobre la acera, entre los árboles taciturnos. El viento silbaba sobre las azoteas y entre los coches aparcados en pulcra línea recta. De vez en cuando empujaba suavemente la neblina, provocando ilusiones fantasmagóricas en el aire del ocaso.
Adam, un muchacho de catorce años caminaba pegado al césped de un parque sombrío. Sus ojos color miel, antes penetrantes y dulces, estaban ahora desorbitados por el miedo. Adam echó un vistazo a su reloj. La brillante pantalla digital marcaba las nueve y treinta y siete minutos. Ya había pasado media hora. Sacó el móvil del bolsillo y seleccionó en el directorio de números el de su casa. Se moría de ganas de hablar con sus padres. Quería escuchar su voz una vez más. Pulsó el botón de llamada y esperó. Un tono. Dos…, la línea emitió un chasquido, y una serie de interferencias crepitó fugazmente.
Adam sintió una creciente preocupación, “demonios, seguramente han salido de casa”. Sabía que aquello no era una decisión acertada. Pasear aquella noche por la ciudad podía ser tan peligroso como pasar una hora en el frente de combate de Afganistán. De hecho él había intentado quedarse en la escuela, pero tuvo que salir precipitadamente.
Un par de gritos rasgaron la frágil calma reinante. Un coche cruzó la calle más cercana a toda velocidad y unos instantes después un pequeño grupo de transeúntes surgió de alguna parte de esa misma calle. Adam se apartó discretamente de su camino y se ocultó tras unos matorrales para observarles. Ya había visto a alguien como ellos antes, en la escuela. Adam escuchó un chasquido detrás, y unos pasos poco firmes sobre la hierba. Se giró y vio cuatro siluetas moviéndose por el césped como barcos a la deriva. Aquellos individuos, tres hombres y una mujer emitían un suave siseo, como si estuviesen silbando con desgana, y apestaban. Había cientos de moscas revoloteando alrededor de ellos como las avionetas que asediaban a King Kong en el Empire State. Adam contuvo una arcada y salió del jardín en dirección a un pequeño callejón iluminado por las luces parpadeantes de la puerta de atrás de un bar de copas. A pesar de la suciedad del suelo, el callejón estaba bien iluminado, y algunas ventanas estaban decoradas con hileras de macetas. Adam clavó la mirada en el final de la calle. Había un coche empotrado contra el escaparate de la tienda de la esquina. Un hombre apareció de repente junto al coche. Era orondo y los brazos le colgaban como los péndulos de un reloj antiguo. El hombre miró durante un instante al coche y luego centró la atención en el muchacho que permanecía inmóvil y en silencio en medio del callejón. Dio un paso titubeante, luego otro. Su cuerpo se sacudió como un bailarín de break dance. Los pies se arrastraron lentamente hacia Adam, acompañados por un tenue silbido. Adam levantó la cabeza y vio una escalera que conectaba con una salida de incendios. Estaba a medio bajar.
Dio un salto y sus manos se aferraron al primer escalón. Dejó que la gravedad hiciera el resto. Trepó por la escalerilla y llegó hasta la salida de incendios. Se apoyó en la barandilla y miró hacia abajo, conteniendo el aliento. El hombre gordo intentaba aferrarse ridículamente a la escalerilla. “Otra vez será, amigo”. Entonces entró en el edificio.
Sus ojos escrutaron el interior del inmueble a través de la penumbra. Había un largo pasillo con varias puertas abiertas, y una amplia escalera al fondo. Se oían voces inquietas a través de las paredes. Habían estado allí, y quién sabía si el azar les haría regresar. Adam corrió hasta la escalera. Al lado había un ascensor, abierto de par en par, con un cuerpo dentro. Le echó un vistazo. Tenía dos heridas provocadas por una escopeta en el pecho, probablemente la causa de la muerte, pero también tenía la cara cubierta parcialmente por llagas, signo de descomposición. Lo habían matado mucho antes. Dejando el cadáver a un lado se asomó por encima de la barandilla de la escalera. Abajo, en el portal, habían levantado un parapeto con sillas y muebles pequeños, y había tres tipos intentando abrirse paso. Adam se acordó de los videojuegos, cuando un personaje choca contra un muro y la fuerza opuesta al impacto hace que salga disparado hacia atrás. A punto estuvo de echarse a reír, sino fuera por lo extraño y grotesco de aquellos individuos.
El muchacho se acercó a una de las puertas abiertas del pasillo y preguntó si había alguien. Dio unos pasos en el interior, y volvió a preguntar. Sólo silencio. Repitió la misma operación en los demás, pero el resultado fue el mismo.
Tan sólo encontró unos cuerpos más, algunos recientes. Adam se dio cuenta de que las voces que había oído a través de las paredes se extinguieron en cuanto él habló. Se preguntó si merecía la pena pedirles ayuda, viendo la rapidez que habían mostrado en ocultarse también de él. Volvió a la salida de incendios dispuesto a marcharse. El tipo gordo había desaparecido y la calle donde estaba el coche empotrado parecía en calma. Bajó la escalera y salió de allí.
La estatua al Soldado Desconocido que se levantaba en el centro de la Plaza Triangular, a dos manzanas de allí, proyectaba sombras fantasmagóricas que se desvanecían bajo los coches aparcados. Un autobús vacío yacía en un paso de peatones, revelando el momento preciso en que sus ocupantes decidieron abandonarlo.
Un puñado de policías atravesaron la calle procedentes de algún lugar adyacente. Sus miradas denotaban una profunda conmoción. Llevaban en cada mano una pistola, y apuntaban al frente mientras avanzaban. Adam se percató del grupo de “personas extrañas” que había en una acera al otro lado de la plaza. Un grito lejano rasgó el aire. Los policías lo ignoraron. Estaban muy cerca. Un instante después las armas llamearon, y una lluvia de balas cayó sobre el grupo.
Adam observaba a través de la luna de un coche. La noche se iluminó aún más con el resplandor que despedían las pistolas. Aquello parecía una Vendetta propia de una historia de mafiosos. Después de unos segundos horribles, el fuego cesó. Los policías se relajaron e intercambiaron algunas risas, desconociendo lo que estaba a punto de ocurrir.
Un coche sufrió un pequeño accidente al perder momentáneamente el control y estrellarse contra un árbol de la plaza. La mujer que iba al volante intentó abrir la puerta escapando de un hombre joven que intentaba forzarla. Los agentes se acercaron al vehículo, y arrancaron a la mujer del interior. El violador se precipitó contra ellos y cerró la mandíbula en torno a un brazo. Su dueño aulló de dolor, y se desplomó en el suelo, sufriendo fuertes convulsiones. Las pistolas dispararon a quemarropa.
Pero ya era demasiado tarde. Para él y para los demás.
En su escondite, Adam se irguió como una mangosta y empezó a gritar como el soldado que intenta avisar a sus compañeros desorientados. Los agentes no parecieron oírle. Adam volvió a gritar, aún con más fuerza. Luego bajó los ojos, desolado, y huyó.
Una tormenta de gritos y disparos resonó en sus oídos. Pero él ya estaba lejos, o eso creía. “¿Qué ocurre aquí? ¿Qué le pasa a esta gente?”, pensó el muchacho de camino a casa. Volvió a llamar a sus padres. Esta vez la voz de su madre resonó al otro lado.
- Adam, cariño, ¿estás en la escuela? No te muevas de ahí, iremos a por ti. Perdona si te hemos preocupado, hemos tenido problemas en el vecindario.
Hubo una pausa en la línea.
- Mamá, la escuela no es segura. Están por todas partes. Tuve que huir – su madre lanzó un gemido apagado, claramente conmocionada – Estoy bien. Acabo de llegar a la calle Oeste con Fahrenheit. Me esconderé bajo un coche o algo así, ya lo pensaré. No tardéis.
La madre de Adam estaba a punto de decir algo cuando de fondo se oyeron unos disparos y la voz alterada de su padre.
- Está bien, cielo, no te muevas. Vamos a por ti.
La línea se cortó con un vago pitido y Adam se guardó el móvil en el bolsillo. Después buscó un lugar para esconderse.
Al cabo de una hora, unos faros iluminaron la noche. Adam asomó tímidamente la cabeza pero no reconoció el coche de sus padres. Era una camioneta Chevrolet blanca. En la cabina, un joven de unos treinta años y una mujer algo más mayor le contemplaban boquiabiertos.
- Eh, chaval – habló ella - ¿Tienes un segundo? Acabamos de llegar de Winston Creek y no tenemos ni idea de lo que está pasando aquí.
Adam pasó la mirada por el capó de la camioneta. Había sangre.
- Nadie lo sabe, pero lo que sí está claro es que está muriendo gente. Ni la poli puede con ellos.
- ¿Ellos? – dijo ahora el chico - ¿Te refieres a esos maleantes que hay por la calle? Estarán hasta arriba de coca, nada más. Joder, ni que os hubiera atacado un ejército de zombis.
Adam decidió ignorarle.
- Poneros a salvo. No sabéis hasta qué punto esto es serio.
El joven se río entre dientes e hizo amago de decir algo, pero ella se le adelantó.
- Está bien, te tomo la palabra. Oye, ¿te llevamos a algún sitio? Sube, te llevaremos.
Adam se quedó pensando por un instante.
- Gracias, pero prefiero quedarme aquí, mis padres vendrán de un momento a otro.
- ¿En serio? Bueno, como quieras. Si sales de esta, pásate por Winston Creek. Yo soy Sydney, y el orangután que está a mi lado es Peter – el aludido dedicó a Adam una sonrisa traviesa – Es un pueblo pequeño, así que nos encontrarás enseguida. Por cierto, ¿cómo te llamas?
Adam apenas movió los labios. Vio por debajo de la camioneta pies y piernas renqueantes, y un silbido afilado como una cuchilla. Quiso decir algo, pero el miedo y la prudencia le contuvieron. Aquellos tipos parecían duros de oído, pero algo sí que oían.
“Lo siento”, dijo para sí volviendo a esconderse. Un instante después, oyó un grito de sorpresa y pánico. Las ruedas de la camioneta chirriaron intentando ponerse en movimiento. Cuando lo consiguieron, uno de los recién llegados había logrado colarse por la ventanilla y mordido a Peter. Sólo sería cuestión de segundos que se estrellaran.
Mientras tanto, Adam contuvo la respiración. Aún quedaban algunos “maleantes”, como los había llamado Peter, deambulando alrededor del coche. Cerró los ojos e intentó no pensar en nada. “Vamos, papá y mamá, a qué estáis esperando”.
Adam miró su reloj otra vez. Casi medianoche. Volvió a cerrar los ojos e intentó imaginarse a sí mismo escapando. Una explosión y nuevos gritos le devolvieron a la realidad. Esperó. Finalmente oyó el rugido sordo de un motor funcionando a pocas revoluciones.
Adam salió de debajo del coche, dio un par de pasos hacia la calzada y clavó la mirada en un Pontiac rojo que se movía hacia su posición desde atrás. El muchacho entornó los ojos luchando contra la claridad de los faroles. El vehículo se detuvo a unos metros y la puerta del conductor se abrió. Un hombre alto, de cabello moreno y gesto cálido bajó del coche y corrió a darle un abrazo. Adam sintió la fuerza de los brazos de su padre contra su espalda, y el pecho palpitándole de excitación y miedo. Todas las imágenes y sonidos del día se evaporaron de repente, inundándole una frágil esperanza.
- Salgamos de aquí – interrumpió la madre, asomándose fugazmente por la ventanilla.
Adam y su padre regresaron al coche y su madre le besó la mejilla con ternura.
- Mi niño, ya estás a salvo.
- No hasta que hayamos dejado atrás la ciudad – sentenció el padre, con voz firme.
Ella le miró con ojos comprensivos. No estaba equivocado.
Las ruedas del Pontiac chillaron como animales asustados y el coche se puso en marcha con una velocidad considerable. Al final de la calle viró a la izquierda, dejando atrás el centro de la ciudad. Los edificios administrativos y financieros fueron menguando con cada metro que avanzaban, hasta perderse detrás de edificios de pocas plantas.
Escasos minutos después pasaban junto a un cartel verde con grandes letras blancas, “límite del pueblo: 1 km. Interestatal 23”. Poco más adelante había un puente levantado a veinte metros del suelo, bajo el cual cruzaba una agujereada carretera de acceso a una zona de chabolas. Adam aplastó la nariz contra el cristal para ver a los hombres extraños que pululaban por las agrietadas aceras, bajo la parpadeante luminosidad de varios faroles averiados. A lo lejos las luces de una estación de servicio surgieron en la oscuridad como un barco rescatado del océano. El padre de Adam clavó los ojos en el indicador de fuel. Estaba en la reserva.
- No pares – le dijo su esposa adivinando sus intenciones – Tenemos suficiente para llegar a la interestatal. Debemos ponernos a salvo. Luego ya veremos.
El hombre lanzó un resoplido de resignación y aceleró. Adam clavó los ojos en la gasolinera. Parecía desierta, salvo por… Apartó la mirada y se recostó en el asiento.
- Mamá, pon la radio – dijo con voz cansada.
La mujer alargó el brazo hacia el cassette, giró un dial y el aparato empezó a emitir voces entremezcladas con interferencias. Dejó una emisora de noticias en la que hablaban de los acontecimientos de la ciudad, pero su marido la cambió al instante.
- ¿No crees que hemos tenido bastante? Vamos a olvidar esto.
Sin apartar los ojos de la carretera giró el dial al azar. La canción “California Dreaming” sonó en el aparato, algo distorsionada. Buscó la frecuencia correcta y apartó la mano del salpicadero. Adam se volvió a mirar por la luna trasera. Las luces de la ciudad parecían las antorchas de algún ejército invasor. Estaban a salvo.
Al cabo de un rato el motor se detuvo, sediento. El padre de Adam echó un vistazo a la carretera y advirtió que estaban en la entrada de un desvío. El cartel de la interestatal se elevaba al otro lado.
- Llamaré al servicio de ayuda en carretera – anunció su esposa, sacando el móvil de un pequeño bolso de mano.
Adam entrecerró los ojos, intentando dormirse. A pesar del sentimiento de seguridad y alivio que le embargaba, aún tenía una brizna de miedo clavada en las entrañas. Con la oreja apoyada en la suave textura del asiento, escuchó el palpitar de su corazón. Era un ritmo dulce, casi hipnótico. De pronto oyó un sonido gutural y cercano. Se incorporó de un salto y miró por la ventanilla opuesta. Sus padres también miraban, presas del terror. Un camión avanzaba hacia ellos a gran velocidad. En décimas de segundo el parachoques del trailer embistió contra el morro del Pontiac, lanzándolo por los aires como un juguete. El coche dio dos vueltas de campana y cayó boca abajo sobre el prado que se extendía a la izquierda. Sus tres ocupantes murieron.