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Categoría: Sueños

LA BRISA MUDA

La mañana era fresca, una ligera brisa iba penetrando tenuemente entre las pequeñas callejuelas y el silencio imperaba en el reino de las sombras grises. Permanecí algún instante en la duda y luego continué mi camino.

Algunos tejados dejaban traslucir las gotas heladas del rocío y los témpanos transparentes pendían aislados, mudos, en espera de la salida del sol, que permanecía oculto tras la tercera dimensión de las alturas.

La brisa retorció mi cuerpo y silbó en el entrecruzado callejón por el que pasaba. Mientras miraba las líneas paralelas y brillantes me di cuenta de que la oscuridad no quería perder su fortaleza y volví la mirada atrás. Ninguna muestra inteligente, solo un perro triste dormitaba en la esquina de la calle.

El verdor del bosque se iba elevando en el extremo norte y la gran umbría ocultaba su textura de terciopelo entre los cúmulos nubosos. La niebla cubría la extensión, dominadora y dominada por los impulsos de un viento arremolinado que no llegaba hasta este lugar por la profundidad del valle y el térmico enjambre natural que me rodeaba.

Mis pasos se convirtieron en una mutación del ambiente y la palabra no se escuchó. Un ligero olor a madera quemada y la humeante muerte del carbón se convirtieron en la despedida del pueblo y mi pensamiento recordó los acontecimientos que en otra hora hubo allí, entre miedos y huidas.

Seguía una ruta indefinible, el pinar sintió algo de miedo y una mirada caída, soñolienta, me dio, no sin sorpresa, la contestación al silencio.

El hombre había estado allí y los pájaros no se escuchaban, solo un Pito Real, vivo y fuerte, marcaba con firmeza el tronco rugoso del arbol.

Federico, cantor y poeta, utilizó el color en verde, de cielo verde y valle verde, volvió a repetir su presencia entre las líneas paralelas de un curso escondido por los grandes helechos que nacían en los bordes, acostumbrados al ruido y peso del metal.

Algunas gotas solitarias empezaron a desprenderse y en poco rato una seda blanquecina cubrió la suave ladera. Los arroyos discurrieron con algo más de ímpetu y la ligera brisa del valle adquirió textura en el lienzo naturalista que circundaba.

Había dejado las techumbres de las casas entroncando parte de la cubre. Siete Picos, arista montañosa, descubrió su faz desesperada, permitiendo que el sol, antes oculto, despertara del letargo de la mañana.

Contemplé como las nubes se iban y me di cuenta de que el silencio no había existido, ya que el gotear del hielo, el movimiento de la hoja semiseca y el murmullo del pinar, intentaron indicar que su presencia no era casual.

Gocé de mis pensamientos e ideas y amamante los deseos de libertad, continuando unos pasos que se habían iniciado tímidos pero que ahora, con la lejanía del pueblo y la vista de su enjambre, realizaba seguro.

Era solitario el lugar o, al menos me lo parecía, pero los edificios recortados del Puerto de Navacerrada estaban demasiado cerca y el miedo no era una palabra sin sentido, sino un instinto enraizado en mi alma huidiza y luchadora.

Las líneas paralelas seguían allí, brillantes, dejando que bajo ellas transcurrieran los hilos de agua que parecían sufrir en su canal y me pregunté cual sería su sentido.

Tuve hambre y no deseaba gastar más energía, ya que la tensión del pueblo había sido un esperar sin esperanza.

Al poco tiempo el día había abierto sus puertas y la luz, expresión Velazquiana, dejo el místico Greco para que el alargado paisaje relajara su cuerpo y las cambiantes sombras planiformes adquirieran la brusquedad agradable de un día despejado. El mar de nubes fue vencido por el viento y yo, desde la gran altivez de la Virgen de piedra que había alcanzado encontré la paz que deseaba.

¡Repentinamente¡, el suelo pareció temblar, una gran sonido retumbó en los farrallones y el dolor atravesó fríamente mi cuerpo. No pude controlar que un empuje insospechado me perturbara, sentí sorpresa, miedo y sueño al mismo tiempo que un escalofrío hizo que me derrumbara.

Ya en el suelo, atisbando el horizonte, aprecie como me sentía débil y la luz se fue alejando para ser todo gris y un olor extraño, desconocido, me cubrió. Cerré los ojos o creí cerrarlos y no volvía a recordar nada, solo una brisa levemente paso junto a mí. Pareció llorar muda.

Varios hombres surgieron entre las peñas portando escopetas y munición, se acercaron al pequeño zorro. Las patas traseras se le movían por un reflejo renqueante. Un tiro más se escuchó por última vez en el barranco.
Datos del Cuento
  • Categoría: Sueños
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