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Exhumaba el cadáver que hacía varios meses se hallaba sepultado detrás de los ciruelos del bosque.
En aquel momento no supo qué hacer, sólo quiso detenerlo. Pero ahora comenzaba a extrañarlo.
¡Lo amaba tanto!
Recordaba el sonido de sus pasos cada vez que lo veía pasar frente a su cabaña en su ronda matutina. Sus cabellos ondulados cayendo encima de sus anchos hombros. Su estrecha cintura, sus brazos torneados y fuertes y su esbelta figura. Lo contemplaba cada día tras la blanca y sutil cortina de lino a través del ventanal.
Hasta que empezó a formar parte de su vida, hasta que todo su entorno tuvo su nombre.
Cuantas veces el aroma varonil de su perfume le llegaba con la brisa, mientras se desayunaban juntos en la galería. Cuantas otras también lo descubrió en su lecho, dormido en la mañana tras la intensa noche de amor. Que hermoso era escuchar su risa, cuando en la loca carrera atravesaban el bosque hacia la orilla de aquel inmenso espejo de agua fresca y cristalina, donde luego se tendían confundiéndose en un apretado abrazo mientras rodaban por la hierba.
Cuantas noches de luna llena, adormilados en la hamaca bajo las estrellas, gozaron de aquel paraje selvático y solitario que la viera nacer. ¡Cuantos sueños había despertado en ella! ¡Cuantos deseos!
Y una mañana, inexplicablemente, volvió a pasar frente a su puerta como un desconocido más, ignorándola. Como si todos esos momentos nunca hubiesen existido, como si de golpe su inmenso amor se hubiese esfumado…
¿El no entendía que era su única razón para vivir? ¿No veía el dolor que le causaba?
Así pasaron los días Y cuando ella ya no resistía ese rechazo decidió salirle al paso y pedirle explicaciones…
Entonces, el sólo contestó con desconcierto que ella estaba confundida, que hacía más de dos años que el se había ido y no había regresado hasta el momento. Que no se conocían.
Y con un simple –“Lo siento”- comenzó a alejarse.
¿Es que acaso el estaba burlándose? De ser así, ella no lograba entrar en razón. Todo en su cabeza daba vueltas.
No podía soportarlo. Ellos estaban destinados a vivir juntos… ¡por siempre!
Un manantial de lágrimas comenzó a brotar de sus ojos, empapando sus mejillas, y el dolor se volvió más agudo y enloquecedor. Cada paso que él daba alejándose, iba astillando su corazón y hasta le costaba respirar.
¡No podía permitirle que se marchara, tenía que impedírselo, debía detenerlo!
Y como último recurso. El hacha que descansaba sobre los leños….
Hundió la pala con fuerza, con desesperación y con la misma desesperación siguió cavando hasta que sintió el sonido que produjo la hoja de metal al chocar contra la dura laja con la que había cubierto su cuerpo, en el oscuro y húmedo agujero, antes de taparlo por completo con la negra tierra del bosque.
Anhelante tiró la pala a un lado. Barrió con las manos la áspera superficie y quitó la tierra de los bordes hasta formar una pequeña zanja alrededor de la piedra. Parecía que el corazón se le iba a salir del pecho. La agitación la embargaba completamente. Fue así, que al ver la piedra libre, tomó conciencia nuevamente de cuánto lo extrañaba. De lo que había significado no verlo, no sentirlo cerca, no escuchar su voz, ni sus pasos cada mañana.
Hundió sus dedos largos y delicados en la tierra húmeda y aferró la gruesa lámina. Tiró con todas sus fuerzas para liberar a su amado. La piedra, demasiado pesada por la humedad absorbida, no se movía. Cavó con desesperación al rededor, profundizando la hendidura. Una y otra vez los delicados dedos, ahora sangrantes, se hundieron siguiendo el contorno de la lápida, forzando para levantarla.
Tierra, piedra y sangre se fusionaban. Sus ansias crecían a cada minuto de demora.
Con el rostro en desequilibrada sonrisa esperaba el momento de verlo. No tomaba en cuenta que la muerte y el paso del tiempo dentro de aquel sepulcro, hubieran de devolverlo diferente. Ella esperaba encontrarlo como su mente enferma lo recordaba.
Al fin logró mover la laja, con esfuerzo brutal pudo levantarla. Bajo ésta, las ennegrecidas sábanas aún protegían el cuerpo. Suavemente quitó los trozos pútridos de la tela.
Pensaba, que su rostro sonriente la aguardaba abajo.
Sus fuertes brazos la abrazarían por salvarlo de aquella obscuridad.
Ella sería, a partir de ese momento su heroína ¡Cuánto tendría que agradecerle!
¡Al fin viviría para ella! Dormiría en su cama y luego, cada mañana desayunarían en la galería, como tantas veces lo había imaginado. Ansiaba ver su largo cabello ondulado, sus ojos dulces y su hermosa sonrisa a flor de labios para recibirla.
Quito el último trozo de tela…
De pronto, la gélida sonrisa dibujada por la muerte en la descarnada calavera, surgió entre los harapos.
Y la luz fantasmagórica, producto del reflejo de aquella inmensa luna, sobre los pestilentes restos de la oscura y vacía cuenca de los ojos… le dio la bienvenida.
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