Era una noche templada y a pesar de la benevolencia del clima sentía mucho frío pero, mucho.
Recuerdo que tenía un abrigo negro que heredé de uno de mis tíos, el tío Ubaldo, callado, chaparrito, bueno tan chaparrito como yo mismo en esa época. Recuerdo que no tan solo fue ese abrigo el que heredé, también dos trajes de muy buena tela y que tal pareciera que fueron cortados a mis medidas. Mí papá comentaba que pareciera que yo tenía cuerpo de limosnero ya que a ninguno de mis hermanos les quedó como a mi.
Ahí estábamos, que yo recuerde, todos los primos, la mayoría de la edad, bueno unos tres años menos o más que la mía.
Todos alrededor de la fogata que alguien, no recuerdo quién, encendió aprovechando unos leños que casualmente encontró en un rincón.
Ahí estábamos; Margara, Juana, Lupe, Anselmo, Pancho, Rosa, Kika, Luis, no Luis no estaba, ese cuate se la pasaba más tras las rejas que fuera de ellas, era el maloso de la familia aunque no con nosotros, siempre nos trataba bien. También estaban mis hermanos, Nando y Coco.
En otra situación deberíamos estar cantando o jugando o al menos asando malvaviscos. La verdad no éramos una familia que acostumbrara las visitas sociales y es posible que por eso mismo, cuando nos reuníamos, verdaderamente lo gozábamos y aunque Rosa y Kika me caían mal cuando se dirigían o referían a mi abuelito, en esas reuniones lo olvidaba y todo eran bromas y jugar y cantar y comer y comer y comer, porque sí algo sobraba en esas reuniones era comida.
Esas reuniones se presentaban cuando mucho una vez al año y creo que eso contribuía a que nos lleváramos tan bien.
Las llamas de los leños alumbraban las paredes cercanas y reflejaban sus destellos en los adornos que sobre las mismas colgaban formando una rara colección de Tapas de Rueda, la mayoría cromadas.
Todos sentados en lo que encontramos, un bote, un pedazo de tronco, una piedra, dos tabiques, un cajón, en fin. Todos descansando las quijadas en nuestras manos que a la vez descansaban en nuestras piernas. Todos callados, viendo las llamas, el chisporroteo y fingiendo que el humo provocaba una que otra lágrima y cierto flujo nasal. Nadie veía a nadie. Nadie hablaba.
Los mayores en la cocina vigilando la preparación de enormes ollas de café con canela. ¡Ja! Café con canela. Quién se iba a imaginar que tantos años después la escena se repetiría tal y como mis abuelos, Juanita e Isaac noche a noche montaban un lacónico puesto en el mero centro de, en esos años, Pueblo de Tacuba. En la esquina de la Calzada México-Tacuba y la Calzada Azcapotzalco, esquina estratégica y paso obligado de muchas personas que transitaban de y hacía sus respectivas viviendas, ya fueran en las mediaciones de Naucalpan o cercanas a Azcapotzalco.
Esa esquina era de un continuo movimiento y en ocasiones en tiempo de clima frío, no bastaban los dos botes alcoholeros de café para satisfacer a los noctámbulos andariegos. Ahora nadie apetecía un trago de la aromática infusión. Nada nos hubiera calentado. Mí abuelito había fallecido horas antes, aquel veintisiete de julio de mil novecientos cincuenta y siete.
Mí abuelito Isaac, el único que conocí de mis abuelos, el único que a fuerza de insistencia, por fin accedió a aceptar la invitación a comer en casa y eso con la condición que fuéramos por Él y que el trayecto entre su casa y la nuestra la haríamos caminando. Cómo recuerdo los pescuezos de guajolote que mi mamá se esforzaba por guisarle en diferente formas a fin de complacer su antojo y qué decir de “La Reina”, medida de dos litros de pulque que mí papá se afanaba en conseguir en la más preciada pulquería del rumbo, lo cual no era muy difícil ya que tenía como alternativa; “La Chinampa”, “La Línea de Fuego”, “Los Siete Compadres”, “La Bella Hortensia”, “El Recreo”, “La Risa”, “Mí Oficina”, “Mí Bella Carolina”, “La Botijona”, “La Peor es nada”, “El Gorjeo”, “No mas no Llores”, “El Palo Ceco” aunque todos le decían “El Palo Seco” pero así estaba escrito, y no recuerdo que otros tantos “Tinacales” por el rumbo y más allá.
Cómo olvidar los paquetes de “Tigres” o sus alpargatas que papá le conseguía en “México”, siempre se refirió así cuando tenía que presentarse a pagar los Impuestos sobre Ingresos Mercantiles, trámite que realizaba en las oficinas del Departamento del Distrito Federal en un edificio ubicado en el mismo Zócalo. Como esa era una rutina que se repetía mes con mes, mí abuelito estrenaba cada mes su preciado calzado, único que soportaban sus cansados píes. Cansados de pisar tantos y tantos jardines que bajo su cuidado florecieron y alegraron la vista de cuantas personas tuvieron la fortuna de solicitar sus servicios. Cansados de tanto caminar por el asfalto caliente de las calles que a diario se abrían en la ciudad ya que nunca aceptó el subirse a un camión; “Esos locos parecen almas que se las lleva el diablo” comentaba.
Ahí estábamos todos con el pesar de ya no volver a verlo con sus bigotes medio canosos de aguamielero, con su eterno chaleco tejido de color verde, tan eterno que tenía uno que otro “Hoyito”.
Ya no regresaría a comer a casa ni a tomarse su pulquito ni a chuparse hasta los huesos sus pescuezos de guajolote.
Ahí estábamos, tristes como tristes acudíamos al llamado de cada hora a rezar el rosario, disque por su eterno descanso. No. Mí abuelito estaba más allá del bien y del mal, no necesitaba de rezos ni de plegarias, ya descansaba.
Eran las, no recuerdo qué hora y, después de varios “Rosarios”, tampoco recuerdo cuántos, el ataúd donde ya descansaba mi abuelito empezó a moverse. De un lado para otro, del otro para un lado y va de nuevo, lo peor es que estaba sobre unos soportes con rueditas lo que le permitió moverse en todas direcciones.
“Mí abuelito se está moviendo” Gritó Margara y salió corriendo del cuarto donde estábamos todos los nietos.
Afuera las tías de rodillas y recitando o tratando de recitar “La Magnifica”.
“Hay abuelito, por qué te tienes que ir así” dije en voz baja, muy baja.
Era mi primer encuentro con los sismos con los que habría de vivir o convivir todo el transcurso por esta vida.
Hoy ha temblado de nuevo y como cada vez que así sucede. Recuerdo a mí abuelito Isaac.
Dónde será el próximo.
No importa y lo único que si que me importa y mucho es el recuerdo de aquel día.