Antonio era un niño de 7 años, muy inquieto y travieso. Durante los días de semana cuando Antonio iba a la escuela todo en la casa estaba tranquilo y ordenado, todo estaba en su sitio. Pero los fines de semana, la casa parecía que la había estremecido un huracán. Todos en su casa ya sabían, que si algo no estaba en su lugar, de antemano había un sospechoso a quién reclamar, - correcto, nuestro amigo Antonio.
Ante está situación, su papá que también se llamaba Antonio, en épocas de vacaciones y algunos fines de semanas, se llevaba al niño a la parcela que él tenía para que su hijo lo ayudara en algunas labores sencillas, a la vez que le explicaba cada cosa que hacía, para que el pequeño Antonio aprendiera cosas del campo.
Su papá siempre le decía: - La vida es como el campo, tienes que sembrar para poder cosechar -, y el hijo siempre le respondía asintiendo con su cabeza y esbozando una breve sonrisa.
Una tarde mientras Antonio caminaba por el campo descubrió que tenía poderes mágicos, un poder extraño con el cual podía unir cosas. Así cada tarde antes de la cena jugaba desprendiendo flores de un arbusto y pegándolas en otros, creando una acuarela multicolor en cada arbusto que tocaba. Así a un árbol de guayaba le agregaba una palma del cocotero, y al cocotero le agregaba ramas del árbol de guayaba, un juego muy extraño, pero para él muy divertido.
Nunca nadie pudo descubrirlo porque antes de irse, con mucha paciencia y habilidad colocaba detalladamente cada cosa en su justo lugar.
Una tarde en que nuestro amigo Antonio recorría el campo al lado de su papá, éste aprovechando la ocasión le explicó a su hijo que la cosecha de mereyes, ó caujíles como acostumbramos a decirles por aquí, estaba próxima, por tal razón los árboles estaban atestados del jugoso fruto que lucían entre amarillos o verdosos, y que había que esperar unos días para poder recogerlos. De pronto hubo un ruido detrás de unos árboles y se escuchó como el crujir de ramas secas, y el papá de Antonio salió a investigar, mientras le ordenaba a su hijo: - espérame aquí, no te muevas, cualquier cosa que veas me llamas de inmediato – e inmediatamente se alejo a toda prisa perdiéndose entre los matorrales. Antonio al verse sólo comenzó a mirar las ramas cargadas de caujíles, las cuales parecían que iban a desprenderse por el peso de tantos frutos juntos. Entonces, nuestro inquieto amigo, pensó: “como será un caugíl por dentro”, y sin pensarlo dos veces, decidió arrancar uno y lo abrió en dos mitades como si fuera una manzana. De pronto escuchó los pasos de su papá que venía de regreso, entonces, sin voltear la cabeza y con sus manos escondidas a la altura del pecho, utilizando sus poderes mágicos unió ambas mitades dejando la semilla afuera, el cual al percatarse de ello la colocó en la parte de arriba del fruto y lo colgó en una de las ramas a su alcance. – Que pasó papá – preguntó el niño, - no era nada hijo, eran unos gatos persiguiendo borlas de algodón que caen de los árboles. ”
El señor Antonio estaba tan distraído que no se dio cuenta que en una de las ramas del árbol de caujíl uno de ellos pendía con la semilla en la parte de afuera; y ambos, padre e hijo se alejaron caminando despreocupadamente hacia la casa porque estaba cerca la hora de la cena, mientras Antonio aún asustado caminaba sin mirar atrás pensando en la semilla que había dejado sin querer en la parte de afuera del fruto.
Lo más curioso de todo, es que Antonio quiso a la mañana siguiente enmendar su error, pero al llegar al árbol se llevó la gran sorpresa de su vida: Todos los caujiles del árbol estaban con la semilla afuera, parece como sí quisieron imitar al que Antonio había dejado y descubrieron que era más elegante quedar prendidos a la rama directamente de la semilla, como pequeñas bambalinas mecidas por el viento.
Una vez ocurrido este incidente, gracias a la travesura de un niño llamado Antonio, todos los caugiles cuelgan de sus ramas con la semilla por fuera.