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En medio de un amplio y verde bosque había una casita. En ella vivían un herrero y sus tres hermosas hijas. Tania, la mayor, era morena. Celia, la segunda, era rubia. Dorotea, la menor, tenía el cabello castaño y brillante y los ojos azules como el cielo. Pero Tania y Celia se burlaban siempre de que ella era muy despistada.
—Vigila el puchero —le dijo su padre , y el y sus dos hermanas se disponían a ir al mercado. Y a los cinco minutos Dorotea no recordaba lo que le había dicho. Al fin decidió que su padre le había mandado ponerse a hilar.
Cuando su familia regresó a casa, había hilado hasta diez madejas de lana, ¡pero el guisado se había quemado!
—¡Mira que eres olvidadiza!
—la reprendieron.
Un hermoso día de verano, un príncipe a caballo cruzó el bosque.
Al ver la casita, se apeó y llamó a la puerta.
Cuando Tania abrió, el príncipe pensó que era la chica más bonita que había contemplado nunca, hasta que vió a Celia y a Dorotea.
—Diantre, las tres sois bellas.
El príncipe decidió que una de ellas sería su esposa. Pero ¿cómo iba a elegirla?
—Me casaré con la que sea capaz de guardar un secreto —les dijo.
Las tres ocultaron la cara en sus delantales y exclamaron: “¡Oh!”
—¿Puedes guardar un secreto, Tania? —preguntó el príncipe.
—Espero que sí —contestó Tania.
—Ya lo veremos. —Y el príncipe le cuchicheó al oído.
—¡Vaya, qué curioso! —exclamó Tania.
—Volveré dentro de siete días —dijo el príncipe—. Si has sabido guardar el secreto, serás mi esposa.
No bien se hubo alejado, Celia y Dorotea empezaron a preguntarle qué era lo que el príncipe le había susurrado al oído. Pero Tania se negó a revelarlo.
—¡Es un secreto!
Sin embargo, a medida que pasaban los días, Tania ardía en deseos de contarle a alguien el secreto. Al fin pensó: “Iré a susurrarlo al pozo. Será como contárselo a alguien, pero seguirá siendo un secreto.”
Con que se encaminó al pozo y, asomándose por el borde, susurró en voz alta el secreto del príncipe.
—¡Ahora me siento mucho mejor!
Al séptimo día regresó el príncipe.
—¿Has guardado mi secreto, Tania?
—Sí, alteza.
El príncipe preguntó a Celia y a Dorotea:
—¿Os ha revelado mi secreto?
-No —contestaron ambas.
El príncipe le tendió la mano a Tania y dijo:
—Entonces tú serás mi es...
Más antes de darle tiempo a decir “esposa”, entró brincando una ranita que exclamó:
—¡No sigas! ¡Me lo ha contado a mí! Acudió al pozo a susurrar tu secreto, y como yo me hallaba en el fondo, ¡pude oírlo!
Y, ni corta ni perezosa, la rana reveló el secreto del príncipe:
—¡Llevas un agujero en el talón de tu media izquierda! El príncipe soltó la mano de Tania y se la quedó mirando con tristeza. —En ese caso, me temo que no puedes ser mi esposa —dijo.
Luego, volviéndose hacia Celia, preguntó con gran sencillez: —¿Puedes tú guardar un secreto?
—Creo que sí, alteza. —Ya lo veremos.
Y le susurró un nuevo secreto al oído. —¡Qué gracioso! —exclamó Celia. —Si guardas mi secreto durante una semana, serás mi esposa.
Tan pronto se hubo marchado, Tania y Dorotea le preguntaron qué le había murmurado el príncipe. Mas Celia se negaba a revelarlo.
—¡Es un secreto!
Pero, ¡ay!, a medida que pasaban los días, cada vez le resultaba más difícil guardar el secreto.
¡Si pudiera compartirlo con alguien!
Al fin pensó: “Iré al huerto a murmurarlo. Será como contárselo a alguien, pero seguirá siendo un secreto.” Así pues, se dirigió al huerto, donde las copas de los árboles estaban rebosantes de flores rosas y blancas. Se detuvo debajo de un árbol frutal y susurró en voz alta el secreto del príncipe.
—¡Qué bien me siento ahora!
Al día siguiente regresó el príncipe.
—¿Has guardado mi secreto, Celia?
—Sí, alteza.
El príncipe preguntó a Tania y a Dorotea si su hermana les había revelado el secreto. “No, no”, fue la respuesta que obtuvo. Así que tendió sus manos a Celia y dijo:
—Entonces tú serás mi es...
Mas antes de poder decir “esposa”, se oyó un zumbido en la ventana y penetró una nube de abejas.
-¡Ni una palabra más! -zumbaron las abejas—. ¡Nos lo ha contado a nosotras! Vino al huerto y lo susurró en voz alta. ¡Y nosotras que estábamos en los árboles pudimos oírlo!
Y las abejas murmuraron en voz alta el secreto del príncipe:
—¡Llevas un agujero en la punta de tu media derecha!
El príncipe soltó la mano de Celia y la miró con tristeza.
—En este caso, me temo que no puedes ser mi esposa.
Entonces se volvió hacia Dorotea y dijo:
—¿Puedes tú guardar un secreto?
-Lo ignoro, alteza.
—Veamos. —Y le murmuró un tercer secreto al oído.
—¡Caramba! —exclamó Dorotea. Cuando el príncipe hubo partido a caballo hacia su castillo, Tania y Celia rogaron a su hermana:
—¡Dinos lo que te ha contado!
Pero Dorotea sacudió la cabeza y se tapó las orejas con las manos, diciendo:
—¡No puedo!
¿Recordáis lo olvidadiza que era Dorotea? Pues bien, a medida que transcurrían los siete días, cada vez se sentía más triste.
-¡Ojalá lo pudiera recordará Pero por más que se devanaba los sesos, lo cierto es que el secreto del príncipe le había entrado por un oído y salido por el otro.
Al séptimo día regresó el príncipe.
—¿Has guardado mi secreto?
—No —contestó, pues era una muchacha muy sincera— Lo he perdido. Lo he olvidado por completo.
—¿Que lo has olvidado? —exclamó el príncipe— ¡Qué curioso!
Entonces contempló el reluciente cabello y los ojos azules de Dorotea, y pensó: “Esta es la mujer que me conviene. ¡No me importa si es o no capaz de guardar un secreto!”
Y estrechando las manos de Dorotea entre las suyas, preguntó:
—¿Quieres casarte conmigo?
Dorotea miró al príncipe. Tenía un rostro tierno y bondadoso, y ella le dijo que sí. Se despidió con un beso de su padre y de sus hermanas, y se alejó a caballo acompañada del príncipe.
-¡Ha olvidado quitarse el delantal! -exclamaron riendo su padre y sus hermanas.
Nadie descubrió jamás lo que el príncipe le había susurrado a Dorotea al oído. Ella y el príncipe vivieron dichosos en el castillo sobre la colina, y si bien Dorotea ya no tuvo que hilar, ni barrer los suelos, ni vigilar el puchero nunca más, cada noche se sentaba con un cesto de ropa para remendar, pues las medias del príncipe estaban siempre llenas de agujeros.
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