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Categoría: Ciencia Ficción

la Noche de los Vikingos IV

DIANA

 

-¿No has pensado alguna vez en que todo en el tiempo está sucediendo a la vez? -le pregunté a Diana.

 

-¿A qué te refieres, amor? - me contestó ella, con ternura.

 

-Me refiero a que estamos aquí y ahora; igual que el resto de la humanidad siempre a estado a lo largo del tiempo aquí y ahora, en todo momento -nunca me habría imaginado que pudiera llegar a querer tanto a alguien como la quería a ella.

 

Estábamos con los exámenes finales en la universidad. Nos encontrábamos en el jardín de mi casa estudiando en la hierba bajo la sombra del manzano. Aunque quizá estudiar no sería la palabra: yo, apoyado en el tronco del árbol, Diana estirada en la hierba con la cabeza en mi regazo y nuestros apuntes a una prudente distancia disfrutando de un magnífico día de sol y buen tiempo; parecían contentos de tener el día libre.

 

-Yo concibo el tiempo como pasado, presente y futuro -me contestó Diana mientras le acariciaba el pelo con cariño. Diana era una chica hermosísima. A sus diecinueve años era escultural: su cuerpo, de hacer aeróbic y baile acrobático, estaba bien definido; tenía hombros, bíceps, abdomen, cuádriceps y gemelos desarrollados y bien formados aunque sin perder el toque de femineidad; su pelo largo y ondulado, rubio oscuro o castaño claro casaba a la perfección con unos intensos y penetrantes ojos azules; su rostro tenía cierto aire de dureza, ya que el mentón era algo “cuadrado” pero en conjunto era hermoso y armónico. A mí me recordaba a una mujer del norte, o al menos como yo las tenía en mi mente y a veces la llamaba “mi valkiria”. Ella siempre se partía de risa.

 

-Yo también creo en ese pasado, presente y futuro, lo que no tengo tan claro es que el uno ya haya pasado el otro esté sucediendo y aquel esté por venir. Mí intuición me dice que, de alguna manera, los tres interactúan a la vez, sólo que en distintos planos. Sobre todo la linealidad del tiempo, es decir, que caminamos siempre hacia adelante como en una carretera interminable, me cuesta de creer.

 

Diana me prestaba atención en silencio. Continué.

 

-Yo creo que más bien todo sucede o va sucediendo en círculos, como las estaciones, los años, las fases de la luna o nuestra vida, con su principio y su final.

 

-Yo también lo veo parecido a tí, Erik -su dulzura me envolvió. Si le hubiera dicho esto mismo a otro, me habría salido con un chiste absurdo, una gracia o un “va no te preocupes por eso, vamos esta noche a tal o cual sitio”-. Por eso me gusta tanto lo celta. Ellos le daban mucha importancia a las estaciones y los ciclos de la luna. Lo que pasa es que la llegada del cristianismo se superpuso a tradiciones, costumbres y la antigua sabiduría de muchos pueblos que de esta manera fueron quedando en el olvido.

 

-Sí, los celtas... la magia de los celtas... -susurre-. Tú tienes nombre de diosa celta.

 

Diana continuó hablando con suavidad y dulzura.

 

-Y tu concepto del tiempo es muy interesante, aunque difícil de digerir... dile eso a mi padre y verás lo que te dice; él que siempre me dice “has de prepararte a conciencia para el día de mañana”.

 

-Creo que es justamente eso -le contesté-. No es que el mañana no vaya a llegar, es que realmente ya está aquí en el momento que existe un presente.

 

Diana cayó un momento.

 

-Yo lo único que sé es que te quiero con locura, que eres lo mejor que me ha pasado en la vida y quiero estar siempre contigo, en el pasado el presente y en el futuro; y más allá si eso es posible.

 

Nos besamos largo rato, disfrutando el uno del otro.

 

Mi casa era una villa, como las llaman por aquí (un chalet), cerca de la playa en Benicassim; con dos plantas, buhardilla, garaje y piscina; y un estupendo jardín lleno de árboles (palmeras, manzanos y algunos olivos), que quedaba fuera de la vista de curiosos gracias a unos cipreses estratégicamente plantados. Mi sueño hecho realidad. Gracias a un golpe de suerte en mi familia, mi padre me había regalado la casa, un Mitsubishi y una Harley y me había permitido independizarme; mi madre, aunque con más tristeza y de mala gana también me había dado su visto bueno. Y aunque estábamos sólo a media hora de distancia, esa independencia me había abierto las puertas del cielo.

 

Hicimos el amor allí mismo, desnudos, amándonos con pasión, disfrutando del calor del sol en nuestra piel y del olor a mar en el aire.

 

 

 

 

 

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