Desde hace más de media hora tengo la sensación de que es esa puerta entreabierta la que provoca los crujidos que no me dejan dormir. La aurora ha estado iluminando mi cuarto; hasta cierto punto he llegado a estar acostumbrada, pero no soporto que esas intrépidas luces celestiales tiñan de verde las paredes de mi habitación y llenen el suelo con las sombras de mis peluches, de mi ropa de día, de mi desorden general…
Mis padres se fueron hará cosa de diez minutos. Los oí. Me han dejado comida preparada suficiente para pasar el solsticio. Espero que regresen. Mientras tanto, no puedo evitar ser asaltada por los recuerdos en mi imaginación de esas leyendas de invención propia sobre lo que ocurre en la noche más larga del año aquí, en Bransfield Island.
Antes de comenzar a tiritar de nuevo, hago un memorándum de todo aquello por lo que es práctico que una chica de diecinueve años haya venido a perderse con sus padres investigadores en los aledaños de la Antártida. La humanidad necesita de la abnegación de gente como nosotros y…
Un momento.
Escucho un ruido diferente. No es mi puerta. Es una melodía; una armónica. Hace demasiado frío para mover siquiera un músculo. Es el corazón quien, para poder continuar latiendo, roba el calor del resto de mi cuerpo. Tengo los pies fríos, demasiada poca grasa corporal para estar expuesta a estas inclemencias. De nuevo ha sonado un acorde. Afuera, una terrible tormenta sacude los cimientos de la tierra; adentro, es el vaivén de la puerta lo que me inquieta.
Me levanto. No es que haya sido fácil. Al tocar el suelo, un terrible dolor parece querer desgarrarme la piel para extraer los huesos de mis piernas. La casa es muy grande, no íbamos a vivir seis meses en una tienda de campaña. Pero no tenemos electricidad para la noche. Solo nos iluminan las intermitentes auroras australes.
Olvido por un momento que puedo sufrir una hipotermia. Quiero cerrar la puerta, y es hacia allí hacia donde camino decidida. La salida de mi habitación da paso a un kilométrico pasillo; uno de esos lugares que en las pesadillas nunca terminan. De pronto, mientras estoy levantando la mano para agarrar el pomo, aparto la vista de mi pie derecho que comienza a enrojecerse y me doy cuenta de que al fondo de aquel corredor hay una silueta negra inmóvil; un aluvión de dudas que me mira fijamente. En la casa hay una chimenea encendida a casi todas horas. Se apagó de golpe hace unos minutos, y yo no me di cuenta. Ahora quiero darme la vuelta para ignorar a la silueta del fondo del pasillo, pero una fuerza ajena a mi voluntad me impide despegarme de ese metro cuadrado de suelo. Quiero, soy obligada a, necesito… caminar… hacia ‘ello’.
En un intento vano de desprenderme del escalofrío, mi mano tropieza con un florero vanguardista de vidrio. El suelo se llena de pequeños fragmentos de mi odio hacia el arte, y ese ser fantasmagórico sigue mirándome. Sé que mis padres ya no están, sé que es de noche y sé que lo será durante algunos días más. Pero eso no importa, tengo que volver a entrar en mi cuarto y cerrar la puerta. La aurora se desplaza a tal velocidad que las sombras del suelo parecen moverse. Mi chaqueta se mueve; las mangas parecen levantarse del suelo. El mapache de peluche cobra vida también; es una siniestra sombra que se dirige hacia mí.
No son más que ilusiones. Vuelvo la mirada a la silueta del fondo del pasillo y noto como una suave brisa me recorre la mejilla derecha. La ventana del baño adolece de ciertos desperfectos que le impiden mantenerse del todo cerrada. De repente, un golpe de viento impetuoso arranca las rudimentarias ligaduras con que la sujetamos y la pequeña puertecita sale despedida hacia mí. Me agacho, casi me caigo. En el intento de protegerme de esta última amenaza, he ido a parar contra los cristales del jarrón vanguardista roto. El arte se toma su venganza. Mi cara ahora lleva incrustados dos fragmentos, mi brazo uno y mi pierna tres. Mientras termino de hacer la cuenta, la música de la armónica vuelve a sonar. Es relajante. Estimula mis sentidos al dolor. Estoy tendida en el suelo, sangrando, observando como la silueta negra del fondo del pasillo da un paso hacia mí, y otro paso, y otro más, pero no termina de avanzar. La armónica suena como la de mi difunto abuelo. Estoy segura de que mi padre me la había regalado; debía de estar en mi cajón. ¡Debería estar en mi cajón!
Saco fuerzas de flaqueza y me incorporo. Aparte de las laceraciones, el frío del suelo sobre mi piel ha dejado huellas evidentes en forma de moretones ovalados. Al fin logro cerrar la puerta. ¡Qué alivio! Y, al mismo tiempo, que dolor. Necesito volver a salir, maldita sea. No puedo permitir que el viento del sur destroce el interior de la casa. Tengo que tapiar la ventana otra vez; tengo que limpiarme las heridas. Todo esto, en el baño, a tan solo unos metros de donde estoy ahora –recostada contra la puerta de mi cuarto fosforescente-, pero no he de olvidar que hay algo dirigiéndose hacia mí.
De repente, echando un vistazo súbito al exterior a través de mi ventana, descubro rastros de otro ser que se mueve. De seguro estoy rodeada. Me han abandonado a mi suerte. Lo mejor que podría pasar sería que fuesen animales. Pero no son osos.
Vuelvo a abrir la puerta a toda prisa. Al salir, piso de nuevo los cristales, pero qué más da ya. La armónica sigue sonando. La melodía ya no tiene sentido; solo es un ruido aterradoramente incoherente. Al entrar en el baño, me doy cuenta de que la ventana ya está cerrada…
“Lo siento, papá. Lo siento, mamá”. Acciono la pequeña palanca que provee de electricidad a la casa. Casualmente, se encuentra detrás de la puerta de los servicios. He roto el pacto; ahora la expedición deberá durar un día menos porque una noche me acobardé y no tendremos energía suficiente para completar los noventa y dos días restantes. Con más asombro todavía, descubro gotas de sangre en el suelo; huellas de una mano ensangrentada en la pared, también. Yo estoy sangrando, pero no he llegado a entrar en el baño. ¿Qué hay aquí?
No puedo evitarlo. Me pongo a gritar y lloro. Abandono el baño moviendo temerosamente las piernas de atrás a adelante. No levanto la cabeza del suelo. Corro hacia el final del pasillo. ¡No estoy teniendo en cuenta a la silueta que al principio solo me miraba fijamente! De pronto, tropiezo con ella. Es un desolador cuerpo velloso de huesos delgados. La piel rugosa es negra; voy subiendo poco a poco. Lloro más, mas voy a morir. Lo palpo; lo intuyo y, al fin, escucho una voz:
-¡Alice!
-¡No! ¡Déjame!
Doy manotazos al aire.
-¡Alice! ¡Tranquila, cariño!
Me quedo en silencio. Lo último que observo es una gota de sangre que cae de mi barbilla sobre mi pie izquierdo.
Mi padre enciende la luz. Estoy abrazada a su gabardina negra, que cuelga impunemente del perchero metálico de la entrada… La impertérrita silueta negra.
-¿Qué ocurre, cielo? –Ahora es él quien me abraza-. ¡Estás herida! ¿Qué te ha pasado?
Estoy hecha un mar de lágrimas. A duras penas logro deshacerme de la manga de la chaqueta para asirme del torso mi padre. Cuando lo miro a los ojos, descubro una gran tirita que cubre su ceja izquierda.
-¿Qué… qué te ha pasado, papá?
-Hemos salido. –Hace una pausa inquietante-. Ven, vamos a curarte…
***
Mientras lavaba mis heridas, papá me contó que a unos cien metros de la casa una rama se había desprendido de un árbol y le había hecho un rasguño bastante feo. Al regresar para curarlo, se dieron cuenta de que ya no tenían la brújula y mi madre tuvo que regresar sobre sus pasos para buscarla mientras mi padre, torpe, embadurnaba el baño con la sangre que le brotaba de la frente.
“También sospechábamos que algún tipo de depredador podría estar rondando la casa en busca de los nidos de esas esquivas skúas”, me confesó finalmente. “Lamento haber cogido la armónica de tu abuelo para espantarlas, Alice, pero resulta muy efectiva cuando la cuelgas afuera, porque el viento la hace sonar y mantiene a raya a todas esas alimañas”.