Aquella mañana salí complacido a pasear y
disfrutar del sol. Las calles irradiaban luz y de
cuando en cuando me retiraba el sombrero para
saludar según las fórmulas que exige la cortesía
a las damas y caballeros que se cruzaban en mi
camino.
Los carros resonaban en el empedrado de la calle
principal, ornamentada por barrocos jardines
laberínticos, y se escuchaba el bullicio de un
mercado cercano.
Me detuve en un pequeño estanque a observar los
patos, pues siempre me ha producido gran solaz
estudiar las conductas de cualquier tipo de
animal, encontrando en ello uno de mis
principales entretenimientos. Algunas personas
les tiraban migas de pan y en ese preciso momento
me sentí feliz de disponer de aquel día de asueto.
Ya me encontraba haciendo proyectos para la
tarde, que se presentaba agradable, cuando un
extraño desconocido llegó de improviso. Era bajo
y corpulento, en cierta medida rechoncho, y
miraba suspicaz en todas direcciones mientras me
hablaba. Sospeché que quizás padeciera alguna
tara de índole nerviosa debido a sus gestos
rápidos y huraños.
Intenté alejarme de él dejando patente mi
desagrado, pero él, lejos de retraerse, se
acercaba más y más a mí, llegando incluso a
cogerme del brazo y acercar repulsivamente su
sucia boca, todavía impregnada de restos del
almuerzo, a mi rostro.
Ya tenso debido a lo peculiar de la situación,
tuve deseos incluso de perder la compostura ante
aquel desconocido y abofetearle la cara ante tan
impertinente e inexplicable comportamiento, pero
notaba sin embargo la fuerza con que su brazo me
asía y veía su rostro turbio, por lo que juzgué
más oportuno intentar resolver aquella situación
por otros cauces, intentando hablar, pero él
parecía no escucharme y seguía con su actitud
locuaz, hablándome sin parar a toda velocidad
acerca de determinadas gestiones burocráticas y
el buen término de inciertas diligencias.
Era tal mi desesperación e impotencia a esas
alturas que miraba suplicante a las personas que
se cruzaban en nuestro camino, pidiéndoles
auxilio con los ojos, pero todos parecían ignorar
que allí sucediera algo anormal más por
despreocupación que por desconocimiento, pues la
situación era clara. Un mozo de descarga de un
establecimiento cercano fue el único que además
de darse cuenta actuó en consecuencia llamando a
un policía que hacía su turno matinal
disfrutando de la complacencia ciudadana.
Mientras tanto el hombre seguía su perorata de
estolideces con detalles cada vez más
enrevesados, casi destrozándome el brazo por la
fuerza descomunal con que me asía mientras yo
mostraba aquiescencia a golpe de cabeza sabedor
de la próxima intervención policial, que ya venía
raudo de frente.
Inexplicablemente, cuando ya sentía la laiviante
calma que suponía la llegada del policía, a
escasos metros ya de nosotros, el trastornado
acompañante cesó en letanía, aflojó la presión de
su poderosa mano sobre mi brazo y cayó fulminado
al suelo, muerto.
Me incliné de inmediato para auxiliar al hombre,
pues aunque me había supuesto una gran
impertinencia, es labor de todo buen ciudadano
prestar auxilio en semejantes situaciones.
Escuché entonces el silbato histérico del
policía, mudo hasta entonces, y en mi confuso
cerebro lo asocié a la búsqueda de ayuda para
nuestro conciudadano muerto en el suelo, pero de
inmediato se abalanzó sobre mí y con una certera
y violenta maniobra me inmovilizó en el suelo
junto al muerto, que me parecía sonreír, mientras
llegaban otros policías a la escena.
Entre todos, a base de golpes y empujones, me
arrastraron calle arriba, presa de la burla de
los niños, que en seguida eran guarecidos por los
brazos de sus madres para que no viesen aquel
desecho de la sociedad en que me había
convertido, mientras los transeúntes de mayor
edad producían gestos de desaprobación y,
avergonzados, clavaban sus miradas en mí.
Me pareció escuchar también, como un rumor traído
por el viento, cómo el mozo de descarga explicaba
a modo de informe cómo había dado muerte al
hombre extraño, que ya era retirado por un equipo
sanitario.