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EL DIA DE LA TORMENTA

La tarde muere abrazada a las olas que impetuosas llegan a la playa, donde un niño dibuja con una rama en la arena, sus sueños. Modelando el barro hace las figuras que llenan su universo infantil. Los juguetes esparcidos reposan fatigados, por el tiempo transcurrido allí.

Desde la ventana de la casa, un poco alejada de la playa, el padrastro lo observa, en aquel tedioso transcurrir de las horas; mientras espera que la madre del niño regrese a llenar el vacío existente entre los dos. Está disgustado. Su hijastro se niega a volver a la casa. Indiferente a sus llamados, continúa evadiéndose en ese mundo de juegos, por él inventado.

Rato después el niño mira hacia la casa. Al no ver a su padrastro en la ventana, supone que éste ha desistido de su intento. Sonríe satisfecho. De repente lo ve venir. Su actitud furibunda lo asusta y temeroso de un castigo huye. El padrastro al verlo correr se detiene. Es un hombre grande y torpe, pero no es malo, no obstante piensa que ya se las pagará cuando regrese. Por unos instantes se queda mirando como el niño se aleja, luego dando la vuelta retorna a la casa. El viento arrecia y barre los últimos destellos de sol.

Rato después notando la tardanza del pequeño, reflexiona sobre la huida y en los peligros a los que se expone cuando se desate la tormenta. Mira el cielo. Pronto empezará a llover. Decide, entonces, salir en su búsqueda, pese al desagrado que le causara su desobediencia.

Lo busca por los arrecifes. Camina un largo trayecto por la orilla del mar. No lo encuentra. Las olas han borrado las huellas del rumbo tomado. Preocupado llega hasta el embarcadero en busca de ayuda. La soledad es inquietante. Sólo se escucha el chocar de las olas contras las barcas allí atracadas. Opta por regresar a la casa e informar a las autoridades sobre la desaparición del niño.

A punto de volver sobre sus pasos lo descubre. Yace con el rostro sumergido en una charca de agua fangosa. Su asombro no tiene límites y cobarde emprende veloz carrera, hasta llegar al lugar donde los juguetes, aún esperan por su dueño. Apresuradamente los recoge y se dirige al acantilado y desde allí los arroja al abismo.

Abatido camina rumbo a su hogar. Lleva en su corazón una amarga pesadumbre. Tormentosos pensamientos lo acusan por su cobardía. Desde el mar llega un frío soplando en el crepúsculo real de las palmas. La lluvia se ha intensificado, pero él nada percibe. Entonces, yo apago la televisión.
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