Jaime García García se dirigía hacia su hogar, cruzando la misma calle de siempre. Salía del trabajo, en el que llevaba más de veinte años. En su casa le estaban esperando para cenar y tomar las doce uvas. Llegaría al portal, subiría por el renovado ascensor y sin llamar al timbre, entraría en el salón y saludaría a su esposa.
En cierta ocasión se dejó las llaves olvidadas y tuvo que llamar al timbre. Sonaron todas las mirillas, abriéndose y cerrándose. Los vecinos sabían que en esa casa nunca se llamaba a la puerta. Él, seguramente habría hecho lo mismo ¿Quién sabe? ¿Podría tratarse de ladrones?.
Al llegar, su esposa le preguntaría por el trabajo y respondería como siempre: bien.
Aquella Nochevieja le sucedió algo completamente diferente a todo lo que fue el resto de su vida. Si los vecinos se hubiesen enterado habrían cerrado las mirillas para no volver a abrirlas más. Y posiblemente él encontrándose en el mismo caso habría hecho lo mismo.
Jaime García García se encontró con la rejilla de la alcantarilla completamente abierta. Le pareció escuchar gritos y quejidos procedentes de allí abajo. Miró a su alrededor. No había ni un alma. Estaba solo. Nadie le vería. Ni su mujer, ni sus familiares, ni sus vecinos, ni la gente.
Así que casi sin darse cuenta se decidió a penetrar por aquella abertura peligrosa y maldita.
Bajó por una escalerilla que le condujo hasta un tunel del que emanaban olores nauseabundos ¿Quizás lo mejor sería regresar?.
El agua residual llegaba hasta los cordones de sus zapatos ¡Horror! ¿Qué excusa podría contar luego?.
Su pie izquierdo tropezó con algo. Un objeto duro, firme...un cadaver. En el suelo yacía un hombre uniformado al que le faltaba la cabeza. "Has salido a buscarlo", le diría su mujer luego.
Sintió un desvanecimiento. El suelo estaba sembrado de cadáveres. Todos con amputaciones. Parecía que habían sido devorados por algo.
Su pie derecho se encontró con un objeto pesado. Se trataba de un fusil...¡Como en los viejos tiempos del servicio militar!.
Jaime escuchó un horrísono gruñido. Un impío y blasfemo lamento. Miró hacia delante. Había una cosa reptante, enorme, blanquecina, de ojos fosforescentes, dispuesta a lanzarse sobre él.
Tuvo tiempo de agacharse a coger el arma, echar la corredera hacia atrás y descargar todas sus balas sobre la masa hedionda y peluda que se le venía encima. Todo sucedió muy rápido.
Salió del pozo justo antes de que llagaran más hombres armados. Pero había sido él, el que había matado a la bestia. Aunque nadie lo sabía. Mejor así. Respiró profundamente el aire frío, el aroma de la vida y dio un extraño saltito.
Este cuento tiene los ingredientes que se necesitan para asustar a la gente: los cadáveres, la noche, el misterio y por supuesto el monstruo. Saludos.