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Había una vez un niño al que lo que más le gustaba en el mundo era ganar. Le gustaba ganar a lo que fuera: al fútbol, a los cromos, a la consola... a todo. Y como no soportaba perder, se había convertido en un experto con todo tipo de trampas. Así, era capaz de hacer trampas prácticamente en cualquier cosa que jugase sin que se notara, e incluso en los juegos de la consola y jugando solo, se sabía todo tipo de trucos para ganar con total seguridad.
Así que ganaba a tantas cosas que todos le consideraban un campeón. Eso sí, casi nadie quería jugar con él por la gran diferencia que les sacaba, excepto un pobre niño un poco más pequeño que él, con el que disfrutaba a lo grande dejándole siempre en ridículo.
Pero llegó un momento en que el niño se aburría, y necesitaba más, así que decidió apuntarse al campeonato nacional de juegos de consola, donde encontraría rivales de su talla. Y allí fue dispuesto a demostrar a todos sus habilidades, pero cuando quiso empezar a utilizar todos esos trucos que sabía de mil juegos, resultó que ninguno de ellos funcionaba. ¡Los jueces habían impedido cualquier tipo de trampa!
Entonces sintió una vergüenza enorme: él era bueno jugando, pero sin sus trucos, fue incapaz de ganar a ninguno de los concursantes. Allí se quedó una vez eliminado, triste y pensativo, hasta que todo terminó y oyó el nombre del campeón: ¡era el niño pequeño a quien siempre ganaba!
Entonces se dio cuenta de que aquel niño había sido mucho más listo: nunca le había importado perder y que le diera grandes palizas, porque lo que realmente hacía era aprender de cada una de aquellas derrotas, y a base de tanto aprender, se había convertido en un verdadero maestro.
Y a partir de entonces, aquel niño dejó de querer ganar siempre, y pensó que ya no le importaría perder algunas veces para poder aprender, y así ganar sólo en los momentos verdaderamente importantes.
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