Mañana como en muchas otras ocasiones, iré a recibir a Tavo al aeropuerto. Regresa de Pennsylvania, donde dictó algunas conferencias, le tomaron fotos, le dijeron que era un genio y le rascaron el espinazo. Probablemente estuvo jugando al lobo feroz con alguna mujercilla con la que terminó de gastarse los últimos dólares y lo poco de fuerza viril que le queda.
Yo lo recibiré con una sonrisa en los labios, aunque ya no habrá la vieja amargura, las recriminaciones, la amabilidad forzada. Si, es cierto, pasé veinte días limpiando pisos, ventanas, cocinando, yendo al mercado, al colegio de los hijos y a la oficina. Observando desde la ventana la misma lluvia de cada tarde. Esperando llamadas telefónicas, cartas, postales, que nunca llegaron. Pero también puede ver el Sol en Pleno Invierno.
Tal vez traiga dos o tres regalos miserables y lo más probable es que los despliegue en la sala como si fuera un mago. Los niños y yo lanzaremos gritillos absurdos, más de desilusión que de asombro o alegría. Es la función de todos los años. Pero ahora algo ha cambiado, lo siento en el bajo vientre, en el pecho, en el tic tac del reloj de pulsera que puedo sentir como si súbitamente hubiera llegado a mi un discernimiento absoluto de todo lo que me rodea. Vi el Sol en Pleno invierno.
Pienso de pronto que lo más importante de la vida no es lo que se repite, sino lo que sucede por un instante y luego se disipa. Voy a hablar claro, sin intentar disculparme. El mismo día en que Tavo tuvo el atrevimiento de abandonarnos para cumplir con su destino de hombre famoso, llegó a la Universidad, donde trabajo, un personaje al que llamaré Sol de Invierno. Lo vi rondar mi oficina durante varios minutos hasta decidirse a entrar. Dijo ser un nuevo profesor de filosofía y estar desorientado. Pidió permiso para sentarse, él mismo se sirvió café y tuvo el atrevimiento o la gentileza de ofrecerme. Preguntó cuántas cucharaditas y empezó a hacer girar el líquido mientras me miraba.
A partir de esa mañana comenzó a visitarme antes de ir a dar su cátedra hasta que se volvió casi una rutina matinal. Al final de cada clase me invitaba un café, en algunas ocasiones hasta llegó a invitarme a comer. Llegó a contarme cosas íntimas, esas que usualmente no se le cuentan a los desconocidos. Yo al igual que él le conté algunas cosas de mi aburrida vida. Le confié que hacía 15 años que estaba casada y que mi marido viajaba frecuentemente. Le dije cuánto me gustaría acompañarlo a esos viajes, pero que mi papel era el de quedarme y ocuparme de la casa Y las pocas ocasiones en que todo parecía indicar que podríamos viajar juntos, mi marido ni siquiera por equivocación mencionaba la posibilidad. En más de una ocasión supe que se había enredado con alguna tipa de las que asisten a congresos. Me enteré de la forma más tonta posible: mi marido lleva un diario secreto que conserva en la memoria de su computadora y es tan ingenuo que selecciona la contraseña invirtiendo el nombre del archivo. De modo que si se acostó con una fulana que se llama Sofía escribe “Aifos”. Así que la misma noche de su regreso, cuándo Tavo se duerme, yo enciendo su computadora y leo sus aventuras.
Sol de Invierno me contó que tenía novia, pero que se había quedado allá en Durango, de dónde es originario. Le pedí que viniera conmigo, pero ella no quiso abandonar todo por mí, dijo.
Al cuarto día de conocernos me llamó a casa para invitarme a comer. Le dije que me gustaría pero que no podía. Así que no nos vimos. Pasaron dos días en que no nos vimos. Al séptimo día me llamó para contarme que se mudaría de casa. Me pidió que lo acompañara a lo que sería una especie de solemne inauguración. Me negué, de alguna forma estaba consciente del peligro. La sola idea de su cercanía me ponía nerviosa. Era como si toda mi persona empezara a derretirse a su lado, como si todas mis creencias comenzaran a pudrirse, a apestar y sólo importaran las locas fantasías que comenzaron a revolotear en torno mío.
Me negué a acompañarlo, tenía deberes que cumplir, debía hacer algunas diligencias, ir al banco, hacer compras para la casa. Sol de Invierno me respondió que aplazaría la inauguración, que prefería acompañarme. Hubo tal alegría en ese paseo que en un momento de debilidad le pregunté si quería quedarse a comer con nosotros en casa. Me dijo que sí, pero con la condición de que lo dejara cocinar. Ese detalle me acabó. Hubiera querido abrazarlo ahí mismo. Sentí derretirme como un helado al fuego, no sé si de cariño, amor, autocompasión o simple deseo.
Comimos en casa y después nos invitó a mis hijos y a mí a comer golosinas. Salimos, rentamos películas y el resto de la tarde la pasamos viendo televisión, se marchó casi al anochecer.
El siguiente domingo volvió a llamarme, me dijo que estaba aburrido y me preguntó casi a manera de súplica si podía visitarnos. Yo para entonces ya sentía que no debía verlo más, así que inventé una serie de excusas absurdas para impedir su visita. Al siguiente fin de semana volvió a llamar para invitarnos a comer fuera, me quedé callada por unos minutos antes de responderle, pensé que había sido demasiado prejuiciosa y que me había adelantado a los hechos, creí que mi imaginación volaba, que él no era el tipo de hombre que pasa de un fin de semana familiar a una propuesta indecente, sonreí para mis adentros y acepté su visita a la casa.
Hubo un momento en que nos quedamos solos, mis hijos había salido al parque de la esquina y él aprovechó la oportunidad para decirme: Quiero decirte algo, pero te pido que lo olvides inmediatamente. –Jura que lo vas a olvidar- me dijo. Sí, pero primero dímelo, le respondí. Es que tu me gustas, la paso delicioso contigo, pero eres una mujer casada, así que lo mejor será no volver a vernos. En ese momento no supe que hacer ni qué decir, cual vil adolescente me sentí perturbada. Tomé uno de sus cigarrillos y empecé a fumar. Traté, en medio de mi nerviosismo, de arreglar el incidente, le dije que esas cosas sucedían a veces, pero que con el tiempo se superaban.
Cuando me casé tuve la esperanza de que mi marido cambiaría con el matrimonio, que le tomaría el gusto salir juntos a ver una película, ir al mercado, salir al jardín de esta enorme casa a contarnos las mínimas aventuras de un día común.
Nunca, nunca mi relación en quince años de casada había sido con mi marido como lo fue con Sol de Invierno en veinte días. El lunes siguiente fui a la oficina de correos a revisar el apartado postal y comprar los periódicos, tareas que mi marido me había encomendado antes de marcharse, deberes que debía cumplir al pié de la letra. El bromista destino volvió a unir nuestros caminos, ahí estaba Sol de Invierno. Quise escabullirme, pero todo fue tan rápido. Se acercó a mí, me preguntó como estaba, y conversamos sobre la coincidencia de volver a encontrarnos. Me preguntó si podía acercarlo en el coche a la Universidad, debía entregar unos documentos y tenía el tiempo justo para llegar. Le dije que sí, con lo que finalmente volvimos a salir juntos. Quería sentirlo junto a mí, pero también me angustié. Sol de Invierno lo notó, así que volvimos a prometer, por el bien de los dos, no volver a estar juntos.
El día 15 coincidimos en la fila del banco, me preguntó como iba, no podía mentirle, le dije que triste. Entendió el motivo de mi desánimo, eso pareció alegrarlo y halagarlo. El destino, si es que existe, volvía a reunirnos. Conversamos unos minutos, le conté que el siguiente fin de semana sería mi cumpleaños, el mismo día en que debía ir a recibir a Gustavo al aeropuerto, le confesé que en los 15 años que habíamos estado casados nunca había pasado un cumpleaños conmigo.
-¿Quieres que el sábado vaya a visitarte, que lleve pastel y celebramos? –me preguntó-
Le dije que no y volví a pedirle que evitáramos los encuentros. Sol de Invierno juró por su madre, pero incumplió su promesa, a las cuatro de la mañana del siguiente sábado llegó con los mariachis y estuvo cantando frente a la casa. Estaba borracho a morir y ese detalle me hizo llorar como una magdalena frente al cristo muerto. Los vecinos espiaban a través de las cortinas de sus casas, pero no me importó.
¿Mariachis? Gritaría Tavo, eso nunca mijita, dejemos esas vulgaridades para las películas mexicanas. El mismo sábado, al medio día, Sol de Invierno regresó a, estaba bañado, afeitado, elegante, atlético, simpático, parecía el mejor hombre que pudiera habitar la tierra. Había ido al supermercado a comprar cosas para preparar la comida en casa. Me dijo que ese día no yo no iba trabajar, me pidió que me sentara y esperara a que él me atendiera. Así lo hice. Me atendió como no lo hizo nadie en mis treinta años de vida. A las cuatro de la tarde los niños salieron a jugar al parque de la esquina y Sol de Invierno y yo nos quedamos solos. Me invadió una tristeza que no puede controlar y de mis ojos comenzaron a fluir lágrimas como de una fuente hecha trizas.
Sol de Invierno me tomó de la mano, notó que estaba helada. Me abrazó y me dio un beso en la mejilla. Sabía que era el final, pronto regresaría mi marido y nunca nada volvería a ser como había sido durante esos días.
Me pidió que nos sentáramos en la sala, me abrazó y poco a poco fue limpiando mis lágrimas con besos. Tomó mi rostro con ambas manos quedando frente a frente y entonces me dijo: -No llores, los dos sabíamos que él iba a regresar. Apreté los labios para reprimir el llanto y afirmé con la cabeza. Acercó sus labios a los míos y me besó. Por Dios que comencé a flotar, a ver estrellas, a vivir en un vértigo, aquello era una emoción tan grande como la de ir bajando en la montaña rusa. Entendí que un beso era algo más que un contacto físico, que una cercanía de zonas sensibles, que un preludio de la sexualidad. Supe que el beso era una comunión, una alianza, una complicidad. Sol de Invierno desabotonó los pocos botones que le faltaban por desabotonar (si sofocación me había llevado a abrirme la blusa en gozoso e inconsciente movimiento) aceptó la ofrenda de mis pechos, los tomó en sus manos con delicadeza y los besó cuidadosamente con ternura, como si yo fuera una adolescente, una criatura frágil, inocente del todo a punto del llanto o de la huída.
Dijo que yo era linda, que cualquier muchacha envidiaría la textura de mi cuerpo, el aroma que me rodeaba, el brillo de mis ojos y la limpieza de mi piel. De nuevo quise llorar. Sol de Invierno me lo impidió. Puso su dedo índice sobre mis labios y dijo shhh. Me besó los pechos, el vientre, metió su lengua en mi obligo y llegó al sitio esperado por ambos. No hubo repugnancia de su parte. Para mí aquello tenía que ver con la iluminación celestial. Más de una vez me preguntó si me gustaba. No me atreví a expresarlo con palabras, pero todo mi cuerpo era un guante en sus manos. Tuve la osadía de pedirle que también él se quitara la ropa. Quería sentirlo completamente y disfrutar del amor total, aunque fuera una sola vez en la vida.
Sol de Invierno se desnudó, pero aún así continuó su trabajo con paciencia de santo. Extravió sus piernas y sus manos en mis nalgas. Le pedí que me dejara corresponderle de la misma forma. Besé su cara, su boca y todo lo demás, hasta llegar a la punta del pié. Estando a punto de lo improrrogable tuvo la atención de preguntarme si estaba lista. Respondí que sí y fuimos, por unos minutos uno solo; él y yo, formando una misma carne, un solo espíritu, un abismo total en el que sin duda caeríamos el resto de la vida y al que regresaríamos en el momento de la muerte. Sentí un delicado calor dentro de mí e imaginé que ese calor significaba algo más que una simple relación ocasional. Me daba energía, ánimo, optimismo para seguir adelante en la vida. Terminamos abrazados. No pude contenerme más y me eché a llorar como quien pierde la virginidad. El mismo Sol de Invierno me retornó a la realidad diciéndome que era hora de ir al aeropuerto. No llores me dijo, limpiándome las lágrimas, los dos sabíamos que este momento llegaría. Antes de despedirnos quiero decirte algo: nuestro secreto está bien guardado dentro de mí. Sólo tu y yo lo sabemos.
Salimos de la casa. Nos despedimos en la puerta. Fue la única ocasión que no juramos no volver a vernos y sin embargo ambos sabíamos que así sería. Recordé la línea de un poema, se lo escribí en una servilleta, sé lo entregué y le dije; léelo cuando estés lejos: tal vez, bajo otro cielo, la vida nos sonría.
Saqué el auto de la cochera y me dirigí a buscar a los niños, les pedí que subieran al vehículo y enfilamos rumbo al aeropuerto. No sé si algún día me quede de este sentimiento la vergüenza de haberlo sentido, ahora me siento feliz. Dentro de mí permanecerá el recuerdo de esos veinte días que me servirán para soportar acaso otros quince años de feliz matrimonio.
Veo, -aunque ya no con los mismos ojos con que lo vieron partir- avanzar a Tavo con las maletas. Con su sonrisa de rey mago y su computadora indiscreta. Siento que de alguna forma la infidelidad le permite ser feliz.
Hombre inteligente mi marido, me hace saber que las separaciones de los esposos no tienen por qué ser fatales. Ahora tendré que agregar otra ocupación a mis rutinas domesticas. No tengo más remedio que abrazar a mi hombre con respecto y admiración.
Esto es algo más que una bonita historia, es una maestría de relato, y un descanso para la vista, tiens mi respeto total y mi admiración, escribes estupendamente y me encantaría leer algo tuyo otra vez si me escribes estaré muy honrado